Desde los más remotos tiempos conocidos, casi todos los pueblos han expresado, de alguna manera, la creencia de que un consejo de ancianos garantiza el mejor rumbo
a seguir para solucionar materias muy trascendentales. En muchos casos, esos consejos de ancianos fueron gobernantes absolutos de sus respectivos pueblos, mientras que en casos más
evolucionados la costumbre persiste principalmente en las Cortes Supremas de Justicia, cuyos asientos son ocupados de por vida por individuos con larga trayectoria en que han demostrado buen
juicio, gran ecuanimidad, gran conocimiento e impermeabilidad a las presiones externas. Eso es lo que ocurre en nuestro país en el que, pese al desgaste institucional, hasta los
refundacionistas reconocen que los fallos de la Corte Suprema son dogmas que no pueden dejar de cumplirse.
Sin embargo, si se repasa la historia de nuestra Corte Suprema, no es difícil encontrar fallos absurdos, desatinados cuando no injustos y aberrantes. Basta
recordar las ocasiones en que el máximo tribunal le negó la justicia a victimas de violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura de Pinochet y todos sabemos de cuando ha s ignorado
principios fundamentales del derecho como fue declarar a la desaparición de personas como un secuestro permanente con el solo propósito de eludir las leyes de amnistía. Estoy seguro de que
ese tipo de fallas se podrían encontrar en cualquiera de las decisiones de esas reuniones de ancianos empoderados, y ello a lo largo de toda la historia. Sin ir más lejos, la Santa Iglesia
Católica confía sus máximas decisiones y la renovación de su Pontífice a un colegio cardenalicio que no es otra cosa que un conjunto de ancianos, hasta hace poco con facultades vitalicias, y que
se supone está asistido por el propio Espíritu Santo. Sin embargo, basta recorrer un sumario de la historia de la Iglesia para encontrarse con resoluciones absurdas tales como la condena de
principios científicos innegables o la elección de verdaderas calamidades para ocupar vitaliciamente el Trono Pontificio. Vistas, así las cosas, no tiene nada de extraordinario encontrar
fallos absurdos en la historia de nuestros tribunales supremos, y ello por la sencilla razón de que hay que reconocer que el sentido común está por encima de toda ley y que no se puede convertir
en sacrosanto lo que es absurdo o imposible.
Todas estas reflexiones se me han venido a la cabeza a propósito del fallo que obliga a las Isapres a devolverle a sus usuarios una cifra superior a lo posible y
producto de un calculo largamente objetado. Hacerlo, además, bajo un régimen de gobierno que lo único que desea es poderle echar la culpa a otros de la muerte de un sistema largamente
deseada por él mismo, convierte el desatino en simple maldad y extralimitación de funciones.
Una de las grandes sorpresas que me ha deparado este periodo en que las sandeces pregonadas en todas las esferas del poder abundan, ocurrió cuando escuché a la
vocera de la Corte Suprema decir que cuando ese fallo fue emitido, el tribunal no conocía los montos que ese veredicto implicaba. No parece posible que exista un tribunal que falle sin
conocer los antecedentes y todas las consecuencias de lo que está haciendo y eso demuestra, otra vez, que el sentido común debería ser superior a cualquier ordenamiento institucional.
Ahora, como en un juego de niños, asistimos a todo un país preocupado de como solucionar el entuerto manteniendo el principio de que ese fallo absurdo no es corregible.
Tuve un pariente muy cercano que fue Ministro de la Corte Suprema y con el que, por encima del cariño y del respeto, sostuve sustanciosos diálogos sobre el
significado de la ley, de la justicia y de la lógica divina que respalda al sentido común. Nunca me convenció su argumento de que los jueces no estaban para impartir justicia, sino que para
aplicar las leyes. Mi argumentación siempre fue que no deberían existir seres humanos dispuestos a renunciar a su razón y a sus conceptos morales y que, si enfrentan la imperativa necesidad
de emitir un fallo, deben ignorar las leyes en obediencia a esos divinos atributos. Si yo fuera juez, ciertamente que no habría ley que me obligara a fallar lo que mi razón o mi conciencia
me prohíben.
Ahora bien, si todas las autoridades que se puede imponer una sociedad, incluidas sus Cortes Supremas, son susceptibles de incurrir en resoluciones absurdas o
aberrantes, ¿cómo puede esa sociedad defenderse de ellas? El medio está allí desde que el hombre existe y es su razón, cuyo hijo dilecto es el sentido común colectivo que los medios
tecnológicos de hoy día permiten consular sin mayor dificultad. Esa expresión del sentido común colectivo debería situarse por encima de toda resolución que, como la que comentamos, es
reconocidamente absurda y cuya aplicación integral provocaría un desastre para millones de personas.
La razón, el “Logos” de los griegos clásicos, es la chispa divina con que se nos creó como especie por encima de todas las demás y, en casos tan pedestres como el
que ahora nos preocupa, es el remedio de todos los males. Esa razón, simplemente llamada sentido común, nos señala el camino de darle a la propia Corte Suprema la segunda oportunidad de
corregir su propio disparate, aunque para ello haya que ignorar sus camisas de fuerza reglamentarias. Al fin y al cabo, Chile es un país de segundas oportunidades. Si se les dio a
calamidades tales como Bachelet y Piñera, ¿por qué no dársela a nuestra venerable y sacrosanta Corte Suprema?
Orlando Sáenz