Es un hecho de la causa que en Chile, como en muchas otras partes del mundo, hay ahora cierto tipo de acusaciones públicas que destruyen a una persona por el mero hecho de formularse y antes de que medie cualquier tipo de juicio o de mera investigación. Tal es el caso de acusaciones de abusos sexuales pretéritos, o de pederastia o de actos de corrupción política.
Es otro hecho de la causa que la carrera judicial, antes notoria por su sigilo, su ecuanimidad y su secreto profesional, se ha convertido en un potente escenario mediático y hasta político, desde el que resulta fácil proyectarse para altos cargos, o para bien pagadas memorias o entrevistas.
También es un hecho de la causa que en una comunidad como la nuestra existe un grupo no menor de personas muy dependientes de su imagen pública, ya sea por su importancia política, social o económica o por su presencia artística, mediática, intelectual o espiritual. Este grupo es especialmente vulnerable a los efectos de acusaciones como las antes aludidas y eso lo subraya el notorio hecho de que todas o casi todas las denuncias de ese tipo han ya tenido por blanco a personas calificables en el grupo mencionado.
La combinación de todas las realidades señaladas puede, con mucha facilidad, convertirse en una explosiva máquina de destrucción social, sobre todo en el seno de un pueblo notorio por su tendencia al abuso como es el chileno. ¿Recuerda alguien algún beneficio sectorial decretado que no haya sido abusado en gran proporción? ¿Nos acordamos, o no, de las cantidades de viviendas de emergencia que están hoy subarrendadas, o de los falsos exonerados, o de los pensionados abusivos de la hora undécima? Con esos antecedentes, sería verdaderamente milagroso que la denuncia irresponsable de efecto inmediato no se trasformara en una jugosa máquina de extorsión, venganza o simplemente envidia o antipatía en manos de los inescrupulosos.
Así las cosas, es evidente que la sociedad tiene la obligación ética y política de arbitrar medidas para prevenir el peligro que hemos ya definido. Y ello no es fácil porque, para que el remedio no sea peor que la enfermedad, hay que evitar toda medida que impida o dificulte excesivamente la denuncia fundada. La agresión sexual, la pederastia y la corrupción son delitos graves y especialmente lesivos socialmente, de modo que su denuncia no solo no debe ser coartada si no que debe ser rigurosamente promovida. ¿Cómo entonces se puede lograr eliminar el uso de la denuncia mentirosa e irresponsable sin entorpecer el curso de la denuncia justificada?
No soy de los que creen que las llamadas Sagradas Escrituras encierran, cuando se leen con cuidado, las respuestas para todos los problemas sociales e individuales. Pero si creo que, en el caso que nos ocupa, nos entregan un buen método para combatir el abuso difamatorio. Y me refiero al episodio llamado de la Casta Susana que aparece en el Libro de Daniel. La historia es simple: dos viejos jueces, despechados por los airados rechazos de la bella Susana a sus requerimientos lascivos, la acusan de haberla sorprendido cometiendo adulterio en ausencia de su marido y, con el prestigio de su testimonio, logran que fuera condenada a morir lapidada (la pena prescrita entonces para ese delito). Camino al suplicio, se interpone Daniel que insiste en interrogar a los dos jueces acusadores, encontrándoles en tales contradicciones que terminan confesando su impostura. Como consecuencia, Susana es exonerada, su honra es restaurada y sus calumniadores son lapidados en su lugar.
La lección de la breve historia bíblica es simple, justa y transparente: la calumnia es un delito repugnante, tan grave como el que pretende acusar, y merece la pena que su denuncia pide para su víctima. Agréguese a eso que el castigo al calumniador es lo máximo que puede hacer la sociedad para reparar el daño que ya causó la denuncia propagada.
Así pues, la historia de Susana indica con firmeza el camino a seguir para combatir las falsas denuncias que pueden darse en una época de saludable sensibilización a conductas claramente inadecuadas y punibles. Y ese camino es el de legislar para configurar con precisión el delito de la calumnia y penalizarlo en el mismo grado que amerita el delito que falsamente imputa. Esa legislación debería acompañarse con la regulación de un procedimiento claro que permita al calumniado conocer a sus calumniadores y le autorice a gatillar el proceso contra ellos una vez comprobada la falsedad o la subjetividad de sus acusaciones.
Una razón adicional para hacer ese esfuerzo legislativo es lo difuso de los límites entre los que hoy se mueven algunas denuncias destructoras de honras. ¿Cuál es el límite que define un comportamiento indebido? ¿Cuál es el umbral que separa el sexo forzado del sexo consentido y como se comprueba? ¿Cuál es el límite que distingue una boleta legítima de una “ideológicamente falsa”? ¿Es corrupción el clientelismo político y como se comprueba? Son preguntas difíciles, pero necesarias de responder y determinar con claridad y justeza, porque a ellas conduce el deseo de castigar ejemplarmente delitos que en buena medida están en el plano de las intenciones y que es el difícil de penetrar para nuestra imperfecta justicia humana.
En todo caso, el día que se legisle en los términos a que hemos apuntado, será de justicia darle el nombre de “Ley Susana”, porque la bella hebrea se dio el trabajo de hablarnos superando el vacío de tres milenios.
Orlando Sáenz