Hace apenas unas semanas, sentado frente a un gran amigo argentino que visito cada vez que voy a Miami, donde él vive y trabaja, le pregunté si viajaría a Buenos Aires para participar en la próxima elección presidencial. Se encogió de hombros y, con gesto resignado, me comentó su desinterés por sufragar en unos comicios en que los argentinos solo podían optar entre incapaces o delincuentes, de modo que el único incentivo era evitar que resultaran electos los incapaces y delincuentes. Ante tan lapidario y pesimista diagnóstico, no pude evitar replicarle que, al fin y al cabo, siempre podía un pueblo soberano rescatar su futuro entregándole el gobierno a alguien que fuera capaz y honesto y que se diera a la dura tarea de emprender el rescate del país de las prácticas que lo han conducido a su ruina. Todo lo que logré fue una avalancha de razones para la desesperanza:
La corrección de la actual situación es tan intolerablemente dolorosa que ningún gobierno democrático la puede intentar sin sufrir un desgaste desestabilizador.
En Argentina existe una mayoría electoral tan acostumbrada a vivir del despilfarro del estado, que no tolera un gobierno corrector y termina siempre imposibilitando su accionar.
En Argentina, por cada quince contribuyentes que pagan impuestos personales hay ochenta que no tributan y reciben ingresos estatales.
En el país no existe un poder fiscalizador que controle, corrija o castigue la corrupción dentro del estado mismo.
Macri lo ha hecho tan mal, que el retorno del populismo peronista al poder es inevitable.
Desde que esta conversación tuvo lugar, he meditado mucho sobre el increíble caso de un gran país que es incapaz de sostener un régimen libertario y próspero, teniendo riquezas naturales de tal magnitud que fue, en un momento dado, la nación más rica del mundo. Y llegué a la conclusión de que no solo la economía argentina es un enfermo terminal, si no que su democracia también lo es, porque su pueblo ha perdido completamente la capacidad de delegar responsablemente la soberanía, lo que constituye la premisa fundamental de ese sistema de gobierno.
En efecto, el postulado básico del sistema de gobierno que llamamos democracia podría resumirse de la siguiente forma: “la soberanía reside igualitariamente en el conjunto de los ciudadanos que delega su ejercicio libre, informada y responsablemente en magistrados designados por periodos acotados y dotados de atribuciones claramente definidas en un acuerdo fundacional llamado Constitución Política del Estado”. Esa definición, que nunca ha variado, tiene por consecuencia que la democracia es un lujo que solo pueden permitirse aquellas sociedades que constituyen un pueblo capaz de delegar la soberanía libre, informada y responsablemente, o, dicho de otro modo, dotado de un nivel cultural como el necesario para esa actuación. ¿Lo tiene hoy Argentina?
Si la respuesta a esa pregunta es desgraciadamente negativa, cabe preguntarse cuándo y cómo perdió el pueblo argentino la capacidad de controlar su destino. Y la respuesta surge nítida de todos los libros serios de historia: eso sucedió cuando el General Juan Domingo Perón y su esposa Eva desataron, desde la Casa Rosada, un populismo tan poderoso y con tan enormes recursos acumulados que, como la víctima de una sobredosis de alucinógenos, la mayoría del pueblo argentino lleva tres cuartos de siglo soñando que es posible prolongar eternamente el actuar de un estado – nodriza del que manan subsidios, derechos, repartos, rentas por no hacer nada, etc.. Ese recurrente sueño lo ha trasformado en el mazo que destruye todo esfuerzo razonable de recuperación y ha determinado que ningún mandatario no populista haya podido siquiera culminar su mandato, penosa y esporádicamente logrado.
Claro que existe la porción del pueblo argentino que, por formación y nivel cultural, comprende que no existe futuro próspero por ese camino. Pero, abrumado por su minoría, ha optado por abandonar la lucha, ha exportado sus ahorros y busca en el extranjero lo que su patria no es ya capaz de darle. Es fácil verla: buena parte de ella está en Miami y protagoniza diálogos como el que encabeza esta reflexión.
Alguien podría objetar que otros pueblos latinoamericanos han podido recuperarse de una orgia de populismo destructor. El propio pueblo de Chile es un ejemplo de ello, al punto que hasta los sectores políticos más extremos se enconan cuando se les acusa de populistas. Pero hay una diferencia grande entre lo que podríamos llamar populismo rico y su pariente pobre. Cuando una aventura populista se inicia con las reservas con que lo hizo la dupla Perón – Evita y las consecuencias críticas se presentan cuando ya no gobiernan, la leyenda de La Edad de Oro tiene un poder tan enervante y tan persistente como la que está llevando a la Argentina a su ruina final. Ese ejemplo nos hace temer que el populismo desatado en Venezuela por Hugo Chávez con el respaldo inicial de una riqueza petrolera inconmensurable, procree otra leyenda de Edad de Oro que tare por largo tiempo la recuperación de ese desgraciado país, a pesar de la demolición que le ha significado el desastre de Nicolás Maduro.
Desde que estas reflexiones comenzaron a encontrar el papel y la pluma, ya se produjo la primera profecía ominosa de mi amigo de Miami, y no fue otra que el resultado de las elecciones primarias del domingo 11 de agosto. Salvo que ocurra algo inimaginable, seguirán todas las otras: nueva etapa del estado populista, un nuevo escandaloso “default” internacional, otro corralito, otra hiperinflación, otra corrupción gigantesca, otra fuga de capitales por cuanto agujero se pueda encontrar, otra oleada de inversiones inmobiliarias argentinas en Miami. ¡Qué pena!
Si Andrew Lloyd Webber, en lugar de ser un genio musical fuera, además un buen observador político, no habría compuesto “No llores por mí, Argentina” y la habría sustituido por una canción igualmente notable que dijera “Llora por ti, Argentina”.
Orlando Sáenz