Como en la dunas de Reñaca

Si nos ponemos frente a un mapa del mundo actual con la misión de marcar las áreas donde existen conflictos que parecen interminables, nuestro imaginario lápiz se dirigirá infaliblemente al llamado Medio Oriente (especialmente la zona de Palestina), a la zona de los Balcanes, a Irlanda y, tal vez, a algunas partes de América Latina en donde se concentran los conflictos con pueblos originarios.  Si buscamos algún factor común en todas estas áreas crónicamente conflictivas, descubrimos que todas ellas corresponden a zonas en que una civilización le ha arrebatado, en tiempos históricos, territorios que pertenecían a otra civilización todavía viva.  Más aún, si buscamos zonas donde esa ocupación de área ajena no ha derivado en situaciones eternamente conflictivas, nos llevamos la sorpresa de comprobar que siempre se trata de áreas en que la civilización desplazada fue completamente eliminada.  Un ejemplo de esto último está en el norte de África, donde la civilización musulmana no solo conquistó el territorio si no que eliminó a toda la población cristiana que allí existía bajo el imperio romano.


Ejemplos del primer tipo, o sea de las áreas en que el conflicto se ha eternizado, nuestro listado nos muestra que en el Medio Oriente la zona conflictiva es fruto de la superposición de la cultura occidental sobre la cultura musulmana, o sobre la cultura hebrea o sobre la cultura Shiita.  En el caso de Irlanda, es la cultura inglesa anglosajona la que se impuso sobre un territorio de la cultura celtica.  En el caso de los Balcanes, vemos que los interminables conflictos derivan de la conquista musulmana de áreas sólidamente cristianas y de cultura occidental (recuérdense los siglos de ocupación por parte del imperio Turco).  En el caso de las áreas  críticas de América Latina, el conflicto deriva de la superposición de la cultura cristiana occidental sobre las culturas más desarrolladas precolombinas.


Todo esto es lo que hay que tener presente para diagnosticar que el conflicto entre Israel y los palestinos (al que fácilmente se agregan otros países musulmanes) será eterno y con episodios bélicos  inevitables y periódicos.  Ello se debe, indudablemente, a que la cultura judeocristiana occidental  conquistó a la fuerza un territorio que por muchos siglos perteneció  a la cultura islámica.  Todos sabemos que la fundación del estado de Israel fue posible por la ayuda desembozada de las potencias occidentales (Estados Unidos, Inglaterra, Francia, etc.) y que no podría sustentarse sin el constante apoyo de ellas mismas (especialmente de Estados Unidos, en que la poderosísima colonia judía determina claramente la política exterior de esa potencia hegemónica).  


Ciertamente que esa conclusión, si bien explica la eternización del conflicto, no justifica para nada al terrorismo musulmán, el que debe ser condenado sin disculpas por todo el mundo civilizado.   Pero esa condena no puede soslayar la realidad de que el estado de Israel es un enclave ajeno e inexcusable de una ocupación totalmente abusiva.  En realidad el estado de Israel es la versión moderna de lo que fue el Reino de Jerusalén  creado en el siglo XII por las fuerzas occidentales que protagonizaron las Cruzadas.  


Con todo, es insensato negar que el Estado de Israel es hoy una realidad consolidada y que sería absurdo pretender que, como el reino de Jerusalén, termine arrojado al Mediterráneo.  Eso ya no tiene remedio y lo único que cabe es buscar una solución política que le de al pueblo palestino un destino digno y promisorio.  Sin duda que se trata de un problema muy difícil, pero no imposible.


Por todo lo señalado, tomar partido en la actual coyuntura es extremadamente difícil. ¿Cómo podría no sentirse simpatía por un pueblo como el judío que por más de dos mil años ha mantenido su identidad a pesar de haber perdido su patria original? ¿Cómo podría negársele el derecho a construirse una nueva patria después de dos milenios de sufrimientos y discriminaciones en tierras ajenas?  Pero, por otro lado, ¿cómo podría no sentirse simpatía por un pueblo que, como el palestino, ha visto arrebatada su patria de trece o catorce siglos que ni siquiera se conquistó desplazando al pueblo judío? ¿Cómo justificar el sacrificio de todo un pueblo para satisfacer las necesidades de otro y sin haber tenido culpa alguna en su vagabundeo por el mundo?


La única forma de compatibilizar ambas simpatías es encontrando una solución que le dé patria independiente, oportunidades de prosperidad, paz y orden público a un pueblo que, como el palestino,   ha sido la víctima de una intervención occidental que nunca se mereció.  Eso debería ser la tarea fundamental de un organismo como Naciones Unidas que recibiera para ello la ayuda eficiente y decidida de todos los países del mundo.  Pero bien sabemos que hoy las Naciones Unidas no tienen fuerza política alguna porque está neutralizada por el empate fruto de las Guerras Frías. 


Estamos, pues, enfrentados a un problema sin solución pero susceptible de paliativos de corto plazo.  Ciertamente que esos paliativos son difíciles de materializar cuando están enfrentadas fuerzas tan irrazonables como las de Hamas y el belicista gobierno de Netanyahu.   Tenemos que confiar en que Estados Unidos y países como Irán, Egipto y Arabia Saudita tienen  fuerzas suficientes para forzar una paz que cese las brutalidades que hoy día ocurren y creen el espacio para la tarea mayor de encontrarle destino al pueblo palestino.  El incentivo para ello también debería provenir del propio pueblo israelita puesto que, más temprano que tarde, comprenderá que lo que está haciendo ahora es parte de la condena más feroz que puede afectar al alma humana, cual es la de hacerle al pueblo palestino lo mismo que la Alemania Nazi hizo con él.  ¿Es que no se ha dado cuenta todavía de que lo que está haciendo con la Franja de Gaza  tiene una inquietante semejanza con lo que sufrieron los israelitas en el Gueto de Varsovia?  


Estoy consciente de que la mayoría de mis conciudadanos no entienden bien ese conflicto y les preocupa muy poco porque viven una contingencia propia también muy preocupante.  Para usar un símil doméstico y entendible para todos, se me ocurre el ejemplo de los edificios construidos sobre dunas y que han tenido que ser desalojados y están siendo saqueados en la zona de Reñaca Alto.  No se puede soslayar el pecado de haberlos construido en terreno inseguro, como lo ha sido el estado de Israel, pero tampoco se puede soslayar el hecho de que quienes compraron esos departamentos no pueden ser condenados a perderlo todo por una imprudente política de urbanización de la Municipalidad de Viña del Mar.


Orlando Sáenz