Cuidando la casa

El ser humano, dotado de inteligencia lógica y de inteligencia emocional, con frecuencia es víctima de las discordias entre ambas.  Existe una tensión permanente entre nuestros deseos y nuestras realidades, entre lo que soñamos y verdaderamente podemos.  Aunque muchas veces el esfuerzo por igualarlos conduce a maravillosos logros y hazañas, la mayoría de las veces es fuente de angustias y desencantos.  Pascal sintetizó magistralmente esa inagotable tensión en su bello adagio: “el corazón tiene razones que la razón no conoce”.  Lo que ocurre al interior de los individuos también ocurre al interior de las sociedades y las naciones y la consecuencia es la misma: angustia, antagonismos, desventuras.  Un caso típico de ello es el amargo desacuerdo que, manifestándose en todas partes, separa a los partidarios de la acogida sin restricción alguna a los inmigrantes y los que, por el contrario, abogan por limitarla, condicionarla o, eventualmente, impedirla del todo.  No cabe duda que, si de solo sentimientos se tratara, casi todos seriamos partidarios de la acogida más fraternal, amplia, generosa, e irrestricta a todos los que llegan a nuestras patrias.  Pero, por otro lado, nuestra razón nos advierte que la inmigración, en determinados casos y circunstancias, genera problemas muy reales y graves que es imposible ignorar.  Para evitar que estos dos imperativos categóricos se transformen en partidos irreconciliables y de profundas consecuencias políticas y sociales, lo único que cabe es racionalizar la problemática para ver si es posible encontrar un criterio común que permita acoger al inmigrante minimizando al máximo sus efectos colaterales negativos.  Por cierto que ese camino excluye la exacerbación de la controversia, la exageración de ella y su utilización como arma política.

 

En primer lugar, hay que reconocer que existen muchos tipos y formas de inmigración y que se debe renunciar a lograr una receta general que sirva para enfrentarlas a todas. Pareciera que el mejor criterio es comenzar aceptando que la inmigración individual y regular es siempre beneficiosa y deseable para el receptor y que por ningún motivo debe ser obstaculizada.  Ese postulado permite concentrarse en los casos y tipos que generan los mayores problemas.  Y ese método permite, de inmediato, detectar que los problemas más difíciles, complejos y agudos se concentran en tres casos, que ordenados de más a menos críticos son los siguientes: las inmigraciones masivas provenientes de culturas muy ajenas, las masivas provenientes de culturas afines y la de forajidos (entiendo por tales a los que emigran para eludir condenas judiciales) y portadores de enfermedades peligrosas y contagiosas.

 

Nadie con un mínimo de objetividad puede desconocer que las inmigraciones masivas provocan problemas que van mucho más allá de los materiales que implica recibirlas, acomodarlas, abastecerlas y ubicarlas definitivamente.  Esos problemas son tales que han sido el factor más relevante en el grave desajuste que aqueja a la Unión Europea.  Para nadie es un misterio que ha sido la causa principal del anti europeísmo que gatilló el Brexi del Reino Unido, el auge de grupos y partidos xenófilos y neofascistas en muchos países, el famoso muro fronterizo de Trump y la tensión que rodea las fronteras de Venezuela.  Cabe notar que estos efectos disruptivos se exacerban cuando la inmigración masiva proviene de un ámbito cultural completamente distinto y ello porque, al ser muy cuantiosa, diluye significativamente la identidad cultural del país receptor, como es fácil apreciar en lo ocurrido en lugares como Francia, Alemania o Italia.

 

Constatado así el efecto complejo y delicado de las inmigraciones masivas, es del caso también comprobar el fracaso de las políticas para enfrentarlas.  La ultra acogedora de Alemania ha debilitado ostensiblemente al gobierno de Merkel y la ultra restrictiva de Hungría le ha causado graves desacuerdos con la Unión Europea.  Las medias tintas del gobierno socialista de España ya le han costado la pérdida de su ancestral control político de Andalucía y el famoso muro fronterizo de Trump lo tiene al borde del juicio de empeachment.

 

Sin embargo, el fracaso generalizado tiene una fácil explicación: han sido políticas para enfrentar la inmigración masiva cuando ya está en las fronteras, y ello, obviamente, cuando la solución está en prevenirlas en su origen.  Al observar las causas que la producen, rápidamente comprobamos que los éxodos masivos siempre provienen de países en guerra civil, o victimas de dictaduras opresivas y represivas o en estado de catástrofe económica fruto de políticas públicas disparatadas y aquejadas de altos niveles de corrupción.  Y conste, además, que lo que parecen tres situaciones diferentes en realidad tienen siempre un factor común: un gobierno aberrante.

 

El análisis hasta aquí hecho nos lleva a una sola conclusión posible: la comunidad internacional – al menos la de los países libertarios y en proceso de continuo desarrollo – enfrenta la obligación de crear un sistema que les permita intervenir en esos países fallidos que, en estado de erupción, están vomitando un porcentaje importante de su población que huye de la guerra, de la opresión, o de la miseria sin oportunidades.  Si no la crea, va a verse obligada a sufrir los rigores de una dura disyuntiva material y moral: o abre la puerta de par en par a hordas de emigrantes pauperizados o la cierra enfrentando las consecuencias políticas y humanitarias que ello significa.

 

Estamos muy conscientes de las dificultades que existen para formar una organización cuyo propósito sea intervenir a los países fallidos.  Tal vez la mayor de ella sea la de decidirse a romper el principio de la no intervención en los asuntos internos de países independientes, el que ha sido sacrosanto por muchas décadas aunque hipócritamente violado con asiduidad.  Pero ese debería ser un principio suspensivo en casos en que la soberanía nacional del intervenido ha sido secuestrada por un gobierno despótico y exista razonable evidencia de que la mayor parte de la población desea y agradece la intervención.

 

Llegados a este punto se hace necesario consignar que, en este concepto, la intervención no significa necesariamente el uso de la fuerza, aunque ésta se contemple como opción extrema.  En ese sentido, la crisis venezolana – que es la que ha provocado el gran primer paso en el sentido de este nuevo enfoque de la seguridad colectiva – demuestra lo señalado, puesto que en ese caso se está aplicando un modelo de intervención que tiene grandes posibilidades de ser exitoso sin llegar al extremo de la intervención militar.  En un caso tan extremo como es el venezolano, la intervención rectificadora se compone de tres elementos: deslegitimización de la dictadura a través de su desconocimiento internacional, legitimización internacional de un régimen alternativo y estrangulación económica total del gobierno usurpador.  El inevitable desenlace final del aberrante gobierno de Maduro demostrará que habrá pocos casos en que combinaciones similares no bastarán para forzar la rectificación.

 

Sin embargo es necesario tener presente que la nueva era intervencionista, que impone la erupción migratoria generada en los países fallidos, obliga a un compromiso solemne de reconstrucción nacional.  Si la razón de la intervención fue evitar la emigración masiva, hay que fijar a la población liberada sin medidas coercitivas y ello solo se puede lograr con una economía prospera que ofrezca condiciones de vida dignas y oportunidades de trabajo y progreso.  Así pues, cada intervención deberá conllevar una suerte de Plan Marchal proporcional.  Es seguro que, como lo demostró el gigantesco que se le aplicó a la Europa de postguerra, esas reconstrucciones terminen siendo la mejor de las inversiones para el mundo entero.

 

Ciertamente que la era neointervencionista a que obligan las crecientes erupciones migratorias está recién asomando y tomará un largo tiempo para terminar de estructurarse y regularse.  Pero ello ocurrirá inexorablemente porque su alternativa es el regreso a la barbarie o el colapso del mundo libertario que avanza al pleno desarrollo.  Al fin y al cabo, todos siempre hemos sabido que la mejor forma de cuidar la casa no es con cerrojos y alarmas en la puerta de calle si no que haciendo que la sociedad en que vivimos no contenga mendigos, merodeadores ni delincuentes, lo que se logra cuando todos tengan una casa que cuidar.

 

Orlando Sáenz