Hace más de tres siglos, y en forma insuperable, Shakespeare planteó el drama de la indecisión, simbolizada en su celebérrimo soliloquio por la frase “Ser o no ser. Esa es la cuestión”. Hamlet destruye su vida, la de su madre, la de su tío y padrastro, la de su novia, la del padre y del hermano de ella y la suya propia, para no hablar de la suerte de todo un reino, por su incapacidad de resolver el dilema entre vengar el asesinato de su padre o cumplir con el deber de futuro monarca que antepone a todo el bienestar de su reino y de su pueblo. La grandeza de la obra de Shakespeare se reconoce a través de las múltiples versiones de esta inmortal tragedia, siendo inacabable la lista de obras de teatro, piezas musicales, operas, films y novelas en que el drama se reproduce directa o indirectamente.
Nosotros estamos viviendo un drama que guarda estrecha relación con el tipo de dilema que destruyó a Hamlet. En la Moneda habita un muchachón que enfrenta un dilema mucho más grande que él mismo: o ser el Presidente de todos los chilenos o el cabecilla transitorio de un bloque extremo de marxistas y de termocéfalos revolucionarios que le exigen capitanear la muerte de la democracia chilena.
No cabe ninguna duda que la conveniencia propia, del país y de su figura histórica recomiendan el camino honrado de presidir a todos los chilenos y no a solo parte de ellos. Boric ya sabe que su gestión es aprobada por una minoría y que, por tanto, su único diploma de autenticidad es el cumplimiento del mandato que recibió del pueblo chileno hace algunos meses y ese mandato, tal como el mismo reconoció, es el de presidir durante cuatro años a todos sus compatriotas. Si sigue el camino de imponer la crisis final de la democracia chilena, estará perdiendo su legitimidad y dando autorizado curso ético a cualquier esfuerzo para derrocarlo. Y todo eso, para no mencionar su postura histórica que, de no ser así será la de un traidor a su juramento constitucional.
Claro que es necesario reconocer que elegir el camino correcto muy probablemente le costaría la crisis de su apoyo partidista, porque ni el PC y ni el Frente Amplio quieren que gobierne ecuánimemente para todos los chilenos sino que solo para ellos. Se necesitaría gran personalidad y muy firme control de sí mismo y de su entorno tomar ese rumbo, y, francamente, no creo que posea esas capacidades aunque reconozco que eso es todavía un perjuicio.
Lo que hasta ahora parece ocurrir es que el Presidente Boric está haciendo lo que harían todos los incapaces en similar situación, y esto es tratar de escoger un camino intermedio que busque complacer a todos. Lo ha intentado al asegurar que su gobierno no sigue la suerte del proyecto constitucional disparatado que sus compinches lograron aprobar en la famosa convención que adelantó en varios meses la temporada de los circos. Pero sus palabras están contradichas por lo que hace, puesto que, tras esa tímida declaración de neutralidad, sus voceros proclaman con voz más fuerte que su gobierno no es neutral frente a ese decisivo sufragio del 4 de septiembre.
Ciertamente que, en el corto plazo, lo menos difícil para Boric es jugarse por la estrecha vinculación entre su gobierno y el voto de apruebo en ese trascendental plebiscito. Pero el riesgo de ganar la paz en la casa a costa de la guerra en la calle es ciertamente enorme. Si le da carácter de juicio a su gobierno a la votación de septiembre, estará enfrentando el peligro de tornar inviable todo el resto de su periodo constitucional que solo se sostendrá en la vigencia del ordenamiento jurídico de cuyo cambio ha hecho razón de existencia.
El análisis de esas dos opciones pasa por el supuesto de que Boric tiene libertad para elegirla. Eso es muy dudoso de que sea verdad, porque todos los aconteceres de cada día demuestran que este muchacho es más bien un prisionero que un mandatario. Es fruto de excepcionales circunstancias, carece de formación y de experiencia, y hasta carece de la mínima majestad que exige un cargo como el que ocupa. El y su gobierno han temblado ante apenas una carta pública de un ex mandatario cuyo peso es, nada menos ni nada más, que el del último gran estadista que ha producido el país. Todos esos antecedentes hay que tenerlos en cuenta para predecir que el plebiscito del 4 de septiembre próximo marcará el desmantelamiento final del régimen que nunca debió llegar a la Moneda y que solo lo logró por circunstancias más atribuibles a la desorientación de sus rivales que a los méritos propios.
Así pues, el papel de Hamlet chileno, que es el de un fracaso humano, también le queda grande al indigno mandatario chileno. Lo único que lo asemeja al desdichado príncipe de Dinamarca es que, como todos en la vida, en algún momento nos enfrentamos a “Ser o no ser. Esa es la cuestión”. Su mala suerte es que su dilema se desarrolla en un gran escenario y el de cada uno de nosotros a veces trascurre muy en silencio.
Orlando Sáenz