Hace ya varios años, fui por algunos meses presidente del directorio de una AFP. Fue un periodo corto, pero, como estuve en una posición bastante ejecutiva, aprendí muy a fondo como funcionaba el sistema. Tanto así que, en un simposio celebrado en Lima en que asistían representantes del sistema de administración de pensiones de toda Latinoamérica e incluso de países de otros continentes, los que representamos al de Chile fuimos los reconocidos expertos del tema y nos pasamos tres o cuatro días ofreciendo charlas extracurriculares a distintos grupos que nos las solicitaban. Recuerdo que el sumo pontífice de ese simposio fue José Piñera, el hermano de nuestro actual mandatario, quien con singular brillo expuso los fundamentos teóricos y prácticos de ese sistema que, aseguró, terminaría por imponerse en todo el mundo debido al implacable peso de las matemáticas.
Pero, en la última sesión, el representante de Argentina hizo la única pregunta que los chilenos no pudimos contestar contundentemente: “ustedes nos han explicado brillantemente como funciona el sistema y como se le protege eficazmente de todo tipo de fraudes, fallas operacionales, errores humanos y manipulaciones. Pero ¿cómo se le defiende de la voracidad de los gobiernos cuando los fondos acumulados alcanzan valores vertiginosos?”.
Fue inútil que nosotros pontificáramos que en Chile los fondos eran intangibles porque así lo establecía la propia constitución. Todos se rieron de nuestro alegato: ¿existe en Americalatina algo intangible para los políticos demagogos y populistas? Para entonces los fondos ya se los habían tragado los gobiernos en Argentina, Bolivia, etc. ¿cuánto falta para que eso ocurra también en Chile? Nos defendimos como pudimos y escudados en nuestra convicción de entonces de que Chile ya solo geográficamente seguía en Latinoamérica y que, en el umbral del exclusivo club de los países desarrollados, nos sentíamos mas cerca de Europa que de nuestros vecinos físicos.
Ahora, de vuelta a Latinoamérica y apenas con la esperanza de no seguir viaje al cuerno de África, estamos pagando nuestra soberbia de entonces viendo como se desmorona el sueño de Chile en pleno desarrollo, sin pobreza, con pleno empleo, con un pueblo laborioso y contento, con disciplina y paz social. Y, para hacer mas amargo el desengaño, este derrumbe lo capitanea el gobierno que elegimos para recuperar la marcha hacia la consolidación de ese sueño.
Pero hasta los desastres conllevan valiosas lecciones para recuperar las quimeras. Y la que este me ha enseñado es la tardía comprensión de que también el desarrollo, como la democracia, exige un nivel cultural que el pueblo chileno de hoy esta muy lejos de poseer. Desde hace mucho tiempo comprendí que la democracia es un lujo que esta reservado a pueblos de alta cultura cívica, como Chile llegó a tenerla en buena parte de su vida republicana, pero solo ahora he asumido que lo mismo ocurre con el desarrollo económico. No se puede consolidar una dinámica de alto desarrollo económico cuando una fuerte proporción de la población cree en los derechos sin deberes, no es capaz de apreciar su propio progreso y todavía no asume que la vida es lo que cada uno de nosotros hace de ella con esfuerzo y disciplina y no con las repartijas gratis que ofrece el demagogo de la esquina. Mirando las cosas desde ese punto de vista, apreciamos que el mas de un millón de santiaguinos que marchó en octubre pasado y le dio marco a un intento de golpe de estado populista, lo que en realidad demostró fue que la democracia y el desarrollo son imposibles con el desnivel cultural en que hemos caído.
No es de extrañar, entonces, que haya multitudes que alegremente marchan celebrando el inicio de la demolición del sistema de pensiones. Son las mismas que fácilmente se dejarán convencer de que sea el estado el que guarde sus ahorritos con la promesa de transformarlos en una pensión “digna”, entendiendo por tal algo parecido a lo que se ganaba cuando se estaba activo. Su nivel cultural les impide comprender que, en esas condiciones, el “ahorrito” no es más que otro impuesto y que la promesa de buenas pensiones la bien definió Bécquer con su verso “las promesas son aire y van al aire” ya que con un solo proceso inflacionista es el que se las lleva. Basta mirar a Argentina para apreciar donde termina ese camino. Basta saber sumar y restar para comprender que, con los actuales promedios de longevidad, es absolutamente imposible que el ahorro de los activos financie pensiones “dignas” para los retirados a los 60 o 65 años.
¿Cuál fue nuestro error en la búsqueda de nuestra quimera? Creo que fue el de olvidar que el nivel educacional debe aumentar al mismo ritmo que el económico. Nos dejamos engañar por los números al punto de olvidar que la cantidad no es sinónimo de calidad. Por decenios nos enorgullecimos con los índices de escolaridad y con el aumento constante de los estudiantes universitarios, pero no nos dimos cuenta de que esos números se lograban en buena medida con caída en la calidad de la educación y ello porque el aumento no estaba respaldado por la debida inversión en instalaciones, en profesores bien remunerados en planteles educacionales solidos y parejos. El resultado es el pueblo chileno de hoy y ese pueblo no merece otra cosa que la mediocridad en que caerá en el futuro próximo.
Estamos de vuelta en Latinoamérica, o sea en el continente que, para decirlo en forma menos cruel se le llama de la eterna esperanza. Debiera decírsele el continente de la eterna mediocridad.
Orlando Sáenz