Son muchos los pueblos, naciones, estados y hasta imperios que terminaron su ciclo vital a causa, no de derrotas bélicas, si no que producto de la
inmigración masiva y pacífica. El caso más notable es, ciertamente, el del Imperio Romano, que a pesar de lo que diga la historia, no colapsó por una específica derrota militar si no que
porque lo ahogó la inmigración masiva de barbaros del norte y del oriente. Ciertamente que no es el único caso, porque son muchos otros los que podemos registrar: los imperios chinos
anegados por la inmigración de pueblos mongoles; el medio oriente árabe anegado por la masiva llegada de pueblos turcos, etc.
Lo señalado debiera tenerse en cuenta para abordar racionalmente el problema de la inmigración masiva a países estables o relativamente
estables. Al parecer, la inmigración se parece a ciertas medicinas que, en pequeñas y medidas dosis de cuando en vez, curan muchas enfermedades, pero que administradas de golpe y en gran
cantidad producen la muerte. No se puede negar que la inmigración paulatina, regulada y documentada es un tónico excelente para favorecer al país de acogida. Ese tipo de inmigración,
llega con buena educación, hábitos amigables y muchas aptitudes para encontrar los nuevos horizontes que motivó su traslado. Estados Unidos es, en gran medida, un ejemplo de ese tipo de
inmigración que fue fundamental para cimentar su grandeza.
Pero, cuando la inmigración es masiva, es incontrolada y es indocumentada, los daños que le causa al país anfitrión son enormes y, lo que es
peor, son injustificables. Ningún estado tiene derecho a someter a sus ciudadanos a los efectos ciertamente letales que la inmigración masiva e ilegal trae consigo. Si se trata de
detallar cuales son los principales efectos negativos que aludo, fácilmente se pueden listar: aumento exponencial de la violencia en la vida diaria fruto de la delincuencia desatada por quienes
no tienen otro modo de subsistir que el delito; fuga enorme de recursos porque los inmigrantes envían a sus hogares primitivos todo lo que pueden enviar, fácilmente transformándose eso en una
fuente mayor de descapitalización; los medios asistenciales del país se ven sobrepasados por el número de nuevos solicitantes y eso en desmedro de la población local; la cultura nacional
que identifica al país receptor se va deteriorando y termina por mestizarse con culturas que a veces pueden ser completamente ajenas.
En un país como Chile, tal vez este último efecto sea poco notable todavía, porque la inmigración masiva proviene de países de cultura afín.
Pero eso no nos debiera impedir aquilatar lo que ocurre en países fuertemente definidos por su cultura, como es el caso de Francia que hoy está tan desdibujada por la masiva incorporación de
población musulmana, que ya resulta irreconocible para quienes visitamos ese país desde hace mucho tiempo. Y que conste que toda Europa Occidental está siendo fuertemente afectada por ese
diluvio que le llega sin cesar.
Para complicar más una situación que tiene por trasfondo el conflicto que recién empieza entre los derechos humanos acordados y las estructuras
jurídicas, políticas y sociales de los estados que existen en el mundo, se han formado grupos que utilizan la inmigración masiva como una forma de difundir doctrinas y de aprovechar muchedumbres
desestabilizadoras políticamente hablando. Hay muchos que, por defender la tesis de que los derechos humanos son intangibles y permanentes, alientan la inmigración masiva para potenciar
dicha tesis. Hay otros muchos, por otra parte, que ven en la inmigración masiva el componente primordial para formar multitudes desestabilizadoras del estado que quieren
destruir.
En el supuesto de que hemos asentado la inequívoca demostración de que la inmigración masiva es destructiva, conviene adelantar algunas ideas para
controlar esta verdadera avalancha. La emigración masiva es fruto siempre de guerras interiores, o de situaciones económicas misérrimas, o de tiranías abominables. El caso de
Venezuela es, desde ese punto de vista, algo que será clásico: un régimen dictatorial tan extremado que obliga a una parte sustancial de su población a invadir los países vecinos y afines.
En ese caso, es claro que el entorpecer la marcha al exilio de esa enorme masa humana es atacar el efecto sin preocuparse de la causa. Los daños que están sufriendo los países vecinos por
la masiva emigración venezolana son exclusivamente culpa del régimen de Maduro, al que muchas veces los gobiernos de esos países perjudicados apoyan por razones ideológicas que no tienen para
nada en cuenta las necesidades del pueblo que sufre esas consecuencias.
Todavía más, el tema de cómo enfrentar el éxodo masivo de poblaciones descubre un problema de fondo que es el que, al no tener una solución racional
y consensuada, está afectando toda la estabilidad de la civilización a la que nosotros pertenecemos. Esta civilización se ha propuesto, como ninguna antes, consensuar un código de derechos
humanos por todos acogido. Pero ese noble propósito choca de frente con la institucionalidad que existe en los países de nuestra cultura, que supone justicias con derecho a suspender
derechos humanos, estados con derecho a restarlos de todos sus ciudadanos y estructuras políticas que se manejan en el plano de las ideologías y de espaldas a las reales necesidades de sus
poblaciones.
En resumen, el conflicto entre los derechos del individuo y los derechos del estado está muy lejos de resolverse y, en realidad, se mueve en el
sentido de un choque terminal.
Orlando Sáenz