Fue ya durante los primeros años de la dictadura militar que la entonces proscrita extrema izquierda chilena forjó su versión del auge y la caída del gobierno
marxista de Salvador Allende. Esa versión, que solo un ingenuo puede tomarse enserio, es como la reacción de un niño que, al contemplar los restos de un jarrón que botó al suelo con sus
desatinados movimientos, exclama “se rompió” o “fue el gato”, simplemente porque evade completamente la responsabilidad que le cupo en el destrozo. Sin embargo, por infantil que sea la
versión ultraizquierdista del golpe de estado de 1973, a los primeros que ha engañado es a sus propios autores, cuya sinceridad al divulgarla no puede ponerse en duda. Y es ese escapismo
trasformado en dogma el que le ha impedido corregir sus propios errores y con ello desperdiciar la segunda oportunidad que lograron con el gobierno actual de Gabriel Boric. Y
ello, por la fuerza inexorable del axioma que dice que “quien no aprende de la historia está condenado a revivirla”.
Para la ultraizquierda, hoy día representada por el Frente Amplio y el Partido Comunista, la causa absolutamente preponderante del movimiento militar del 11 de
septiembre de 1973 fue el complot fraguado en la Casa Blanca de Washington durante el gobierno de Richard Nixon. Eso no solo es falso, sino que es inverosímil. Si bien puede creerse
posible que ese complot, si existió, haya tenido alguna influencia sobre la determinación de las Fuerzas Armadas chilenas, su peso habría sido mínimo comparado con la fuerza que emanaba de
la constatación del grado de destrucción que había afectado al país durante la administración de Salvador Allende. Ninguna influencia externa puede explicar la movilización de la mayor
parte de la ciudadanía que ya a fines de 1972 convirtió en inviable el programa de gobierno de esa administración. La verdad evidente e innegable es que la suerte de Allende y de su Unidad
Popular quedó sellada cuando, para superar el paro nacional de octubre de ese año, tuvo que incorporar al gabinete a altos oficiales de las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas en directos
espectadores del desastre interior y en interlocutoras válidas de los amplios sectores populares movilizados. Como yo mismo fui actor de esos contactos, puedo dar fe de como los
diálogos con esos ministros militares influyeron en la determinación que condujo al evento del 11 de septiembre de 1973.
Es perfectamente comprensible que la cruda verdad sea intolerable para el dogmatismo que es consustancial con la extrema izquierda chilena. Es eso lo que la conduce
a su incapacidad para asumir su propia responsabilidad en lo entonces ocurrido y a su obsesión por eliminar cualquier versión distinta a la suya. Es eso lo que la ha conducido a repetir los
errores que cometió durante el gobierno de Allende y que la han llevado a un fracaso todavía más rotundo en el curso del gobierno de Gabriel Boric.
Es posible que la catástrofe de la UP en aquella ocasión hubiera sido el ocaso final de la ultraizquierda nacional, pero Chile no tuvo tanta suerte porque dos
circunstancias le permitieron a ésta recuperar su mística y su papel en la política interna. La primera fue el heroico y consecuente sacrificio del Presidente Allende, que le permitió pasar
a la historia como uno de esos héroes míticos que en nuestra narrativa han convertido un desastre en epopeya, como Arturo Prat, como el Séptimo de Línea, como Jose Manuel Balmaceda. En un
país acostumbrado a los gobiernos y a los hombres públicos políticamente inconsecuentes, el gesto final de Allende no podía si no que clavarse en la imaginación popular con fuerza
inspiradora. La segunda circunstancia fue el de la transformación del gobierno militar en la dictadura permanente y represiva de Augusto Pinochet, cuya inexcusable violación clandestina de
los Derechos Humanos le permitió a la ultraizquierda renacer asumiendo banderas de recuperación democrática y de protectora implacable de esos derechos, banderas que siempre le fueron ajenas en
los regímenes de orientación marxista en todas partes del mundo.
Pero las mismas circunstancias que le permitieron renacer, han impedido que la ultra izquierda haga el duelo de lo que ocurrió en 1973 y pase por la catarsis de
analizar objetivamente su responsabilidad preponderante en lo de entonces. Y esa falta de introspección la ha llevado a desperdiciar increíblemente la segunda oportunidad que le dio el
fortuito triunfo de Gabriel Boric en la última elección presidencial. Obnubilada por la obsesión de completar lo que el golpe de estado de 1973 le impidió, ha cometido todos los errores que
entonces la condujeron al desastre. No aprendió la lección de que las revoluciones desde el poder no se escriben en un programa ni se especifican sus consecuencias de antemano, y por eso
dio curso a una convención constitucional que dominaba ampliamente y que se cansó de alarmar al país con estúpidas vocerías antes de tener una correlación de fuerzas como la necesaria para
ello. No aprendió la lección de que en los regímenes populistas la corrupción aparece rápida e inexorablemente. No aprendió que sin capacidad de gestión, un gobierno ni siquiera puede
utilizar provechosamente sus poderes administrativos cuando carece de mayorías parlamentarias. No aprendió que el vandalismo y la delincuencia los ayudan a subir el poder, pero son sus
enemigos cuando pretenden gobernar. No aprendieron que el despilfarro fiscal solo consolida a los gobiernos populistas cuando se inician con grandes reservas económicas, lo que ciertamente
no era el caso en Chile. No aprendieron la lección de la historia que le mostraba que la democracia libertaria y representativa es tan congénita con Chile que cuesta mucho
destruirla.
Ahora vemos a la ultraizquierda empeñada en convertir la conmemoración del cincuentenario de 1973 en tono de pintar al gobierno de Boric como corolario y heredero
de la gesta de Salvador Allende. Si yo estuviera en su lugar, pensaría dos veces ese enfoque porque creo que ni va a revivir al actual gobierno de su profundísima crisis de incapacidad y
corrupción, ni va hacer otra cosa que desvirtuar la leyenda del 11 de septiembre que tan trabajosamente han construido para consumo de fanáticos y mentalmente menguados.
Del gobierno de Boric lo único que muy probablemente la ultraizquierda pueda cosechar será una catástrofe sin gloria ni consecuencia. Ello, porque hoy no tiene un
Salvador Allende que sepa cómo hacerle honor a su nombre.
Orlando Sáenz