Los seres humanos no somos capaces de vivir sin certezas. Todos conocemos la historia de ese gran físico, Paul Ehrenfest que, siendo ateo, se suicidó porque
no pudo resistir el vacío que le produjo en sus certezas científicas la irrupción de la mecánica cuántica y del principio del desorden al que llamamos “entropía”. Si es que usamos un símil
matemático, la ecuación de nuestra vida no es representable si se carece de ejes coordenados, que no son otra cosa que los puntos fijos e inamovibles que nos enmarcan.
Cada civilización es tal porque define sus ejes coordenados. La nuestra, subcultura de la judeo – cristiana – occidental de que somos provincia, se definió
con los ejes fijos de Dios, el tiempo y la sociedad organizada y protectora que llamamos “patria”. Recuerdo, con vértigo, el momento en que en nuestro estudio de mecánica racional nos
mostraron la dificultad de definir ejes inamovibles para las ecuaciones en el espacio.
Pues bien, en los últimos dos decenios, nosotros los chilenos hemos experimentado el derrumbe de nuestras certezas, o sea de nuestros ejes coordenados. La
gran mayoría ya no cree en Dios, o cree que, de existir, hace mucho que está completamente ausente de nuestro universo, lo que es la lamentable consecuencia de la crisis de la Iglesia. Hay
mucha gente que no le da importancia a la iglesia en nuestras vidas, sin comprender que su doctrina y su labor apostólica están justamente centralmente encaminadas a recordarnos todos los días de
que existe un Dios creador al que podemos dirigirnos en cuanto sentimos necesidad de muletas para nuestra alma. Hay veces que me pregunto si la Iglesia misma asume que su actual tarea no es
otra que la de reponer a Dios como un punto fijo e inamovible de nuestra existencia.
Peor aún, la certeza del tiempo también se está derrumbando. A los pocos días de nacer, nos invade lo que Spengler llama “el terror cósmico”, que es la
conciencia de que estamos dentro de un intangible elemento que se llama tiempo y que trascurre en forma inexorable. Pero hoy día sabemos que el tiempo también es relativo, puesto que la
ecuación fundamental de Einstein nos ha demostrado que es función de la masa y de la velocidad. Pero, ¿a qué velocidad nos estamos nosotros moviendo? Eso también es relativo y depende
del punto fijo a que se refiere. Si ese punto fijo es el centro de la Tierra, nos desplazamos cuarenta mil kilómetros cada 24 horas, de modo que nuestra velocidad es de 1.666 kilómetros por
hora. Pero si el punto fijo es el centro del sol, entonces recorremos la órbita de nuestro planeta cada 365 días, de modo que la velocidad es el producto de esa división. Seguramente
existe algún punto del universo que, si lo tomamos como referente, nuestra velocidad de movimiento es superior al de la luz, en que el tiempo deja de tener sentido.
Tal vez todo lo anterior sea demasiado abstracto para afectar nuestra vida diaria, si no fuera porque también ha entrado en la relatividad nuestro punto fijo que es
la patria. Ya los chilenos no reconocemos a nuestro país como el lugar en que existe un estado que cuida de nosotros, que protege nuestro territorio, que nos otorga una justicia sobre la
cual no existe nadie sobre ella. Si salimos a la calle, encontramos nuestra patria llena de extranjeros que no comparten nuestras tradiciones, nuestras costumbres ni nuestros temores y
derechos. En suma nuestro último punto fijo también se ha relativizado y nosotros hemos comenzado a vivir en la tierra de nadie que es aquella en que no existen coordenadas
fijas.
Conviene recordar que todos los países del mundo encuentran su identidad en algo que se considera inamovible. Hay algunos que definen esa identidad en torno a
la unánime aceptación de un dogma religioso (España se definió así desde su unificación bajo los Reyes Católicos). Hay otros que se definen en torno a un eje cultural (Francia es allí donde
se habla el francés, como respondió Richelieu). Otros, aún, se definieron bajo un eje étnico (como la Alemania de Hitler o el moderno Estado de Israel). Otros, todavía, se han
definido entorno a un destino imperial (como Rusia, con Moscú como la tercera Roma).
Nuestro país, mucho más favorecido, lo ha definido la naturaleza bajo un eje geográfico. Somos inequívocamente la franja de tierra que se extiende desde
cordillera a mar y desde los desiertos del norte hasta el polo sur. Por eso es que nunca hemos tenido un conflicto de identidad hasta que la inmigración irresponsablemente admitida nos ha
desdibujado como nación.
Todos los países son tolerantes respecto a todo lo que no sea su definición de identidad. España expulsó o eliminó a la disidencia religiosa. Hitler
trató de eliminar a los que no eran étnicamente alemanes según su definición racial. Estados Unidos acepta todas las disidencias, salvo la política de adhesión a un sistema de gobierno
definido por una constitución y elimina, a veces con brutalidad, lo que es la disidencia política. Por eso mismo, nosotros los chilenos aceptamos muchas cosas menos la perdida territorial
que es nuestra razón de ser.
Todo este razonamiento se encamina a demostrar que estamos sufriendo una profunda crisis de identidad que se debe a la desaparición de nuestros tres ejes
definitorios. Esa es, en última instancia, la explicación de nuestra creciente indiferencia política que nos impone la inercia ante la sistemática destrucción de nuestra patria que estamos
viviendo a diario. Es por eso que yo, con estas reflexiones, estoy clamando ¡devuélvannos nuestras certezas!
Orlando Sáenz