¿Cómo será o qué será Estados Unidos el día en que Donald Trump comience a ser historia? Mas importante aún ¿qué será y cómo será el día en que su sucesor o sucesora abandone la Casa Blanca? Son preguntas que requieren una bola de cristal tan grande y poderosa que parece ocioso hasta planteárselas, pero ocurre que no podemos dejar de hacerlas porque de sus respuestas depende gran parte de la vida de todos, aun de los que vivimos a muchas horas de avión de su frontera más próxima.
El mundo nunca fue el mismo cuando los 44 antecesores de Trump abandonaron el poder en relación a como era cuando lo asumieron, de modo que no es el cambio lo que nos asusta si no que la magnitud y el rumbo de él. Y ello porque, a diferencia de esos 44 antecesores, Donald Trump no llegó a la presidencia de Estados Unidos a completar el proyecto de los fundadores si no que llegó a modificarlo profundamente en su forma y en su fondo. El no espera dejar una sociedad de individuos libres regida por un gobierno limitado a proteger sus derechos y facilitar sus intereses y capaz de asumir el mesiánico propósito de liderar una comunidad mundial de naciones funcionando bajo los mismos principios. Lo que Trump hasta ahora busca es un país más discriminatorio y de menos libertades individuales, un gobierno central más centralizado y empoderado y que se relacione con el resto del mundo en base a la imposición y no a la colaboración. Para muchos esa diferencia podría parecer demasiado pequeña para alarmarse, pero en realidad es parecida a la que había a principios del siglo I entre la propuesta de vida de Jesucristo y la de César Augusto.
Un visitante prolongado que sepa escuchar bien y leer mejor, podría hoy inferir que no hay intelectual culto ni político de peso en Estados Unidos que no anhele dar con un buen sistema para sacar ya a Donald Trump de la Casa Blanca sin provocar una crisis nacional de grandes e impredecibles proporciones. Y ello porque lo sostienen varias y poderosas estructuras y circunstancias: desde luego, la institucionalidad misma, porque es un mandatario legítimamente designado según sus reglas y, desde luego, un considerable segmento de la población que ve la bonita superficie de una economía en marcha y casi pleno empleo y no ve los enormes peligros que asoman bajo ella. Pero su principal sostén es el miedo y los cálculos y perspectivas de corto plazo que les atan las manos tanto a Republicanos como a Demócratas.
El miedo es a la crisis política que necesariamente provocaría un “impeachment” y el abundamiento de la división ciudadana que provocaría en su prolongado debate. Los Republicanos, que saben perfectamente que Trump les será fiel mientras lo apoyen, pero que con toda seguridad jugará al “perro del hortelano” si llegan a presentar otro candidato antes de los 8 años de mando a que aspira, prefieren soportarlo aun al riesgo de perder las próximas elecciones. Los Demócratas necesitan tiempo y mucho manejo para presentar un candidato capaz de derrotarlo en 2020, y aun no lo tienen, de modo que también prefieren esperar.
En lo que todos si están de acuerdo es que no pueden equivocarse en el 46 porque le espera una tarea titánica como es la de ordenar la casa, recuperar las confianzas dentro y fuera de ella y restaurar un orden internacional profundamente dañado por la administración Trump. Y eso ciertamente que exigirá un personaje, hombre o mujer, verdaderamente excepcional en su visión, en su energía, en su prestigio, en su equipo de gobierno y en su capacidad de liderazgo. Que ese personaje excepcional aún está oculto tras los velos de la historia es algo demasiado evidente.
No obstante ello, ese meceánico 46° Presidente de los Estados Unidos muy probablemente encontrará un mundo exterior coadyudante y harto de los bandazos de la era Trump, con una Rusia incapaz de soportar otra Guerra Fría y otra carrera armamentista, con una China que ha inventado un funcional capitalismo marxista con el que su poderío aumenta más en la paz y en la colaboración internacional que en un conflicto militante y con una Europa ansiosa de tiempo y armonía para refundar su Unión y su Otan y adaptarlas al mundo nuevo que es muy distinto al que existía cuando fueron creadas. Pero esta nota de optimismo no alcanza para borrar la muy profunda desilusión que el incidente Trump nos deja a quienes somos espectadores lejanos de la evolución del gran pueblo norteamericano. En última instancia, lo que lo hizo posible fue una irresponsable elección de él como mandatario. Si ese pueblo fuera el mismo que pocas décadas antes expulsó a un presidente por mentiroso, tenía suficientes antecedentes del nivel ético de Donald Trump como para que éste nunca hubiera llegado a la Casa Blanca. Y será ese pueblo, ya sin la fibra moral de aquellos días, el único que elegirá al 46. Se necesitará el dedo de Dios para que no salga con otro al que su propio abogado califique de tramposo, mentiroso e inmoral.
Por eso es que, para no estresarnos, terminemos refugiándonos en la cabalística numérica de Pitágoras y observemos que 46 es 10 y que este es 1. ¡El mejor número posible para un iluminado restaurador!
Orlando Sáenz