Hace casi tres cuartos de siglo, la llegada al poder en Argentina del General Domingo Perón inició, con la protagónica injerencia de su esposa Eva, una alucinante época de populismo que, respaldada por gigantescas reservas de recursos públicos, aun hoy día sigue condicionando la evolución política de esa hermana y vecina nación.
Es que lo alucinante de un periodo en que tuvieron voz los que nunca antes la habían tenido, en que asomó un estado que se hacía real cargo de las necesidades y las angustias de los eternamente postergados, penetró tan hondo en las masas populares que terminó creando una cultura envolvente de toda la sociedad y que ha convertido a Argentina en el paradigma del país que yace en el tercer mundo teniéndolo todo para estar en el selecto grupo de las naciones desarrolladas.
¿Cómo pudo ocurrir esto? Pues porque, al ser Perón destituido, su gobierno fue seguido por otros que, como no podía dejar de ocurrir, cerraron los grifos al parecer inagotables por donde fluían los recursos que habían hecho posible ese paraíso artificial, el Shangri - La del justicialismo que casi un siglo después sigue alucinando a la mayoría de los argentinos. Nunca falta el o la caudilleja que vuelve a asegurar que es posible vivir a costillas del estado, que la fortuna es consecuencia del “pelotazo” o de la pillería y no del trabajo tesonero. Es el mito del paraíso abortado por los traidores y la alta burguesía que, trasformado en cultura, produce ese clima de patriotería de estadio, de corrupción omnipresente, de protesta permanente que tanto asombra y fascina a los chilenos que los visitamos.
Recientemente Hugo Chávez hizo en Venezuela algo parecido a lo que hizo Perón en la Argentina de los años 40’s. Solo que, al amparo del chorro del oro negro en su periodo más glorioso, lo hizo mejor y más hondo. El sí que le dio voz a los que nunca la habían tenido, fue a pueblos a los que nunca visitó una autoridad, invitó al Palacio de Miraflores a quienes jamás habrían soñado en pasar de las fotografías, regaló lo que sabía necesitaban y no les pidió a cambio que fueran a quemar el equivalente al Jockey Club ni a matar a nadie en un posible barrio de ricos. Por eso es que no sería de extrañar que el bolivarismo de Chávez estuviera, casi un siglo después, más vivo que el justicialismo de Perón.
Pero Chávez fue todavía más lejos, porque dejó también el antídoto para salvar a Venezuela de soportar, tres cuartos de siglo después, la versión local de Kirchner o la Fernández. Ese antídoto se llama Nicolas Maduro, que ha llevado la destrucción a tales extremos, cuando ya no tenía recursos para ello, que cuando llegue su colapso es muy probable que se lleve con él todo el bolivarismo de Chávez.
Será uno de los misterios de nuestros tiempos el criterio con que Chávez dispuso de su herencia política. Tuvo la suerte de que la muerte se lo llevó en el apogeo de su mito y le evitó vivir el inevitable declive dispuesto por la crisis económica que su dispendio había ya desatado. Pero eso no explica el haber entregado su poder a una persona como Maduro, que lo primero que hizo fue dejarse arrebatar el control de los recursos petroleros por Rafael Ramírez y el control de los militares por Diosdado Cabello. Se conformó así el trio ideal para destrozar al país, a la revolución y a la propia epopeya Chavista.
Otro de los determinantes de nuestros días será la forma en que Rusia y China enfrenten esa catástrofe. Es probable que China haya ya cobrado sus adelantos sobre compras petroleras, por lo que podría esperarse que no pasara de la defensa declaratoria del régimen de Maduro. Pero Rusia ha garantizado sus enormes préstamos principalmente con concesiones mineras y petroleras, y con participaciones en sociedades mixtas y es muy poco probable que se resigne a la inmensa pérdida con que la amenazará cualquier gobierno alternativo al de Maduro. Y, como es obvio, de esas reacciones dependerá mucho el escenario internacional que se abrirá.
Con todo, el mayor pasivo que deja el bizarro derrumbe de Maduro se reflejará en el balance de la izquierda rupturista latinoamericana. Heredera de la mayoría de los postulados marxistas, también recibió de él su esencia dogmática que le impide interpretar la realidad cuando ésta contradice sus postulados. Es ese dogmatismo de estructura ritual el que, por solo referirnos al caso chileno, le impidió comprender la caída de Allende, la transición de la Concertación o la derrota electoral de diciembre de 2017. Y es eso el que también le impidió ver que hace ya largo tiempo que el régimen de Maduro había terminado todo proyecto de revolución socialista para convertirse en una demencial orgia de rapiña, corrupción y destrucción económica cuyo único objetivo es la conservación del poder. Ni siquiera la observación de la miseria de los tres millones de venezolanos que ya han huido de ese infierno le ha mostrado al pueblo que sufre, a ese mismo pueblo que siempre afirman representar. En resumen, esa izquierda rupturista latinoamericana ya eligió hundirse con Maduro, como ya antes lo había hecho con Lula y la Dilma Rousseff, con Cristina Fernández y con Daniel Ortega.
Para quienes creemos que la realidad siempre se impone a la más seductora de las teorías, la aventura de Maduro en Venezuela sirve para entender mejor episodios del pasado y para enfrentar mejor los desafíos del futuro. Nos muestra cómo, cuando una democracia se debilita, puede abrir cause para las teorías más destructivas y oprobiosas. Nos enseña cómo el populismo, cuando encuentra un caudillo, puede destruir el presente y el futuro de cualquier país en que la incultura aflige a parte sustancial de su población. Nos alecciona de cómo podemos enfrentar eficazmente a nuestro enemigo interno, mostrando lo ocurrido en Venezuela, cuya tierra otrora nos regaló nada menos que a un Andrés Bello.
Lo que nunca sabremos es si Hugo Chávez previó la potencia del antídoto que dejó sentado en el sillón que alguna vez él mismo compartió con Simón Bolívar.
Orlando Sáenz