A mediados de los años 80´s, cuando avanzaban las conversaciones entre los dirigentes de los sectores democráticos que culminarían con la formación de la Concertación de Partidos por la Democracia, yo participé en ellas en la calidad de presidente de un movimiento de independientes que más tarde se llamaría “Independientes por el NO” y todavía después “Independientes por la Democracia” cuando se trató de apoyar la candidatura presidencial de don Patricio Aylwin. En esas conversaciones, mi interlocutor fundamental fue Edgardo Boeninger, para mi gusto uno de los grandes estadistas que en esos tiempos tuvo Chile.
En una de esas sesiones de planificación, se abordó el problema de contactar a la cúpula del Partido Comunista para ver si se podía conseguir que su política de combate armado contra la dictadura no arruinara nuestro rumbo para crear una presión política que lograra una transición pacifica hacia la democracia. Contactar a un alto dirigente comunista en esos días era una tarea difícil puesto que el PC se movía en las sombras de la clandestinidad y sus dirigentes se cuidaban mucho de contactar a quienes podían, tal vez, denunciarlos. Por aquel tiempo, yo escribía regularmente artículos críticos del gobierno, hasta el límite de lo posible y, aun teniendo mucho cuidado, había sido victima de represiones que eran conocidas. Tal vez por eso, y con mucho de suerte, pude establecer contacto con el hermano de uno de los mas altos dirigentes del PC y, a través de él, iniciar un dialogo de varios meses. Finalmente, mi diagnostico fue terminante y lo trasmití con toda la claridad de que era capaz: el comunismo chileno se mantendría inamovible en su tesis violentista porque no creía que la nuestra tuviera viabilidad. A la hora de interpretar esa conclusión, la mía fue que con esa tozuda intransigencia el PC chileno estaba purgando su pasada adhesión a la “vía chilena hacia el socialismo” de Salvador Allende. Esa vía había sido públicamente desestimada por Fidel Castro y, por eso, el PC chileno que ahora dependía completamente de la ayuda e inspiración cubana, había recaído en esa ortodoxia violentista. Por eso lo bautizamos como el comunismo a la cubana.
Sin embargo, un acontecimiento inesperado me hizo cambiar de idea. Por una serie de circunstancias que relaté en mi libro “Testigo Privilegiado”, pude sostener toda una noche de conversación con el líder cubano y la nota sobresaliente fue cuando me aseguró que se sentía ofendido cuando lo culpaban de propiciar la lucha armada contra la dictadura chilena, puesto que la consideraba completamente inviable en nuestro país. Cuando regresé a Chile de ese viaje a La Habana, mi interpretación había cambiado: el PC chileno desahuciaba el camino político no porque lo creyera inviable, si no porque temía que, de tener éxito, necesariamente implicaría un compromiso que impediría la total destrucción del modelo socioeconómico que había caracterizado al periodo dictatorial.
Todos sabemos lo que pasó. El PC se negó rotundamente a suscribir la Concertación y solo muy al final levantó su prohibición de apoyar el NO en el plebiscito. Y solo lo hizo cuando se convenció de que boicotearlo podría provocarle un aislamiento completo en la vida política en Chile.
Hoy recuerdo todo eso porque tiene una enorme relevancia para lo que está ocurriendo ahora en nuestro país. Cuando, gracias a Michel Bachelet, el PC logró que la Concertación se llamara Nueva Mayoría y le diera cabida en ella, acentuó su labor para convencer hasta a los sectores democráticos de esa combinación de partidos que la Concertación había sido una trampa de la derecha para perpetuar el modelo socioeconómico de la dictadura.
Para creer en la pérfida tesis comunista de que la Concertación fue un fracaso y que su transición de la dictadura a la democracia no hizo mas que consolidar el modelo dictatorial, se requiere una equilibrada mezcla de ignorancia, estupidez e ingenuidad. La ignorancia se puede curar con un buen libro de historia, mientras los otros dos ingredientes son muchos mas tercos y su cura esta mas allá del alcance de mi pluma, de modo que me concentraré en las lecciones de la historia.
En la de casi todos los pueblos que han existido ha habido cambios bruscos de sistemas de gobierno y, en su enorme mayoría, esos cambios han costado grandes y prolongados conflictos con muertes y destrucción. Hay casos tan ilustres como los de la Revolución Francesa, la Rusa y la Mexicana y ello para no tener que retroceder a las larguísimas guerras civiles que enmarcaron el paso de República a Imperio en la antigua Roma.
Sin embargo, existen ejemplos, lamentablemente escasos, en que esa transición se ha podido lograr sin ese exorbitante precio y, por eso, la historia los atesora y los admira. En nuestros propios tiempos hay dos ejemplos notables, como son el de la transición de la dictadura de Franco a la democracia de Suarez que, además, finalizó un régimen que era producto de una terrible guerra civil. El otro notable ejemplo es el de Sudáfrica, en que se pudo transitar desde el “apartheid” a una democracia, cambio que por su violencia nadie podía suponer factible sin un baño de sangre. El tercer ejemplo, que es agregable con honor a esta reducida lista es el de Chile.
El predominio de las transiciones violentas sobre las transiciones pacificas se explica fácilmente: para desatar una revolución sangrienta solo se necesita un caudillo sin escrúpulos (Robespierre, Lenin, Zapata), mientras que para edificar una transición pacifica se requiere la conjunción de una serie de factores que me propongo analizar en otra reflexión. Pero aquí y ahora, hay uno solo de ellos que es pertinente y que es el más indispensable de todos. No es otro que la existencia, en ambos lados, de estadistas que comprenden que ahorrarle a su nación un largo periodo de destrucción, desorden y probablemente sangre vertida, es una aspiración que no puede ignorar nadie que no sea un fanático. Y esos estadistas existieron en Chile por ambos lados. En el lado de la dictadura, fueron hombres como don Jorge Alessandri, don Sergio Onofre Jarpa y, sobre todo, don Jaime Guzmán. Por el lado de la nueva democracia lo fueron muchos, tales como Patricio Aylwin, Ricardo Lagos, Aniceto Rodríguez, Edgardo Boeninger y hasta Clodomiro Almeyda. Todos esos grandes nombres de la época sabían de corazón que la política, la gran política, es el arte de lo posible.
Por esencia, un estadista es aquel que, comprendiendo esa verdad, sabe encontrar el limite de lo posible. Por esencia, un extremista, como son los comunistas, no sabe distinguir lo que quiere de lo que se puede, y de ahí fluyen las tragedias que estos últimos provocan.
Por todo lo señalado, difundir la idea de que la transición fue un fracaso y una trampa es una infamia, y llegar a creerlo es solo posible con una alta dosis de maldad y estupidez. Esto ultimo nos plantea el problema de analizar qué le ha ocurrido a la clase política de los partidos de izquierda democrática para llegar a convencerse de esta falacia, lo que también será materia de otra reflexión.
Si de todo lo antes señalado pretendemos extraer predicciones válidas para el futuro inmediato de Chile, estas no podrían dejar de ser sombrías. En dos sucesivos periodos presidenciales deficientes se agotó el ciclo vital de un sistema democrático admirable que le dio al país dos décadas de notable progreso y se ha sumido ahora en una crisis institucional que exige la conformación de una nueva estructura. Si ese proceso es caótico, el péndulo inexorable de la historia predice un régimen autoritario. Tal como van las cosas, la transición hacia ese régimen va a ser violenta porque no existen ninguna de las condiciones para repetir la hazaña de 1989. Sobre todo, no existen los estadistas de entonces que aportaron esa indispensable condición. Es un pronostico doloroso, pero que será inexorable de no ocurrir un verdadero milagro.
Porque en nuestro país ya no esta de moda el arte de lo posible.
Orlando Sáenz