Inglaterra siempre ha sido un apéndice díscolo para Europa. Ya lo presintió Julio Cesar cuando, tras una breve incursión desde la Galia, se retiró llegando a la conclusión de que no valía la pena incorporarla al imperio. De hecho, su conquista posterior fue por necesidades mediáticas, ya que fue menester mostrar como conquistador al Emperador Claudio, cuyas limitaciones físicas lo excluían de toda imagen militar. Por eso, el avance conquistador se detuvo en cuanto se cumplió ese propósito, lo que redundó en un enorme costo posterior porque la frontera con Escocia fue un terrible dolor de cabeza permanente mientras existió la provincia de Britania, como se llamaba entonces.
No obstante la conquista y la constitución de la provincia romana de Britania, ésta nunca dejó de ser considerada como un apéndice lejano y algo ajeno. Prueba de ello es que fue de los primeros territorios que Roma decidió desguarnecer cuando la presión de los barbaros sobre sus fronteras continentales se hizo extrema y aconsejó concentrar las legiones en las áreas mas expuestas. Incluso, mientras fue provincia, la desatención del gobierno imperial dio lugar a tentativas de independencia que en dos ocasione derivaron en coronaciones de comandantes locales y en batallas fratricidas.
El retiro de las legiones romanas marcó el primer brexit y sus consecuencias fueron catastróficas. En los siguientes varios siglos, la desdichada Britania sufrió innumerables invasiones de bárbaros que asaltaron todas sus fronteras. Sajones, Anglos, Scotos, Jutos, irlandeses, Vikingos, etc., saquearon la isla a su antojo hasta borrar casi del todo la organización y la cultura romana, de forma tal que su estado llegó a ser como el de las zonas de Europa donde nunca llegó la civilización greco – romana.
Inglaterra se volvió a conectar con el continente a partir de la conquista normanda en la segunda mitad del siglo XI. A partir de entonces, sus monarcas eran dueños de dominios tan bastos al otro lado del estrecho que algunos de ellos apenas reinaron desde la isla. Cuando la evolución de la dinastía normanda derivó en los Plantagenets y la casa de Anjou, Inglaterra llegó a ser pieza fundamental de una vasta comunidad que abarcaba la mayor parte de Francia, el Reino de Nápoles, Durazzo, Hungría, Bohemia y Polonia. Cierto es que ese imperio angevino fue efímero, pero su herencia fue trágica porque provocó una contienda de vida o muerte entre Inglaterra y Francia. La espantosa Guerra de los Cien Años arruinó a ambos reinos y la victoria final de Francia significó el segundo brexit de la historia, cuyo precio para Inglaterra fue terrible: la Guerra de las Rosas y el absolutismo de los Tudor.
El tercero, y el más famoso de los brexit, fue la creación de la iglesia Anglicana consolidada bajo los reinados de Enrique VIII e Isabel I. Inglaterra fue incorporada muy temprano a la cristiandad occidental y llegó a ser una pieza indispensable en la evangelización de buena parte de la Europa del norte. Su clero fue capaz de evitar el sisma de la iglesia irlandesa, que había logrado desarrollar un cristianismo con notables diferencias en relación al de Roma. El rol del país en la evolución de la iglesia romana fue tan importante como que la Santa Sede le otorgó a sus monarcas el título de “Fidelis Defesorum” que hasta ahora ostentan. Por todo eso, su rompimiento con Roma marcó un doloroso brexit que no tuvo otras razones que subsanar un divorcio real no concedido.
Ese tercer brexit coincidió con el inicio del periodo en que Inglaterra se convirtió en la primera potencia del mundo. Fue el periodo en que pudo repeler con singular energía tres esfuerzos formidables por incorporarla a conglomerados paneuropeos, como fueron los de Felipe II, Napoleón I y, ya en nuestros días, el de Hitler. En su magnífico aislamiento desarrolló un orgullo que encontró su máxima expresión cuando, ante un fenómeno de espesísima niebla que afectó a gran parte de Europa Occidental, su principal periódico público un gran titular que decía “El Continente está Aislado”.
Ahora Inglaterra prepara su cuarto brexit, al que arrastrará a parte de Irlanda y a toda Escocia. No hará más que ratificar el cuestionable sentimiento de ser ajenos a Europa que siempre ha estado presente en buena parte de su población. Es posible que por este cuarto brexit pague un precio tan duro como pagó por alguno de los anteriores. Desde luego, habrá un gran precio económico, pero peor será el aumento de las tensiones nacionalistas en Irlanda y Escocia, por no hablar de Gibraltar y para no hablar tampoco de las tensiones dentro de su propia población, puesto que es seguro que el alejamiento es rechazado por parte muy importante de ella, si es que no mayoritaria. Es lamentable que el Reino Unido haya enfrentado esta durísima contingencia con un gobierno tan débil y errático como es el de Theresa May.
No obstante, siempre habrá muchos británicos que otra vez se den el gusto de pensar que, con su repulsa, nuevamente el continente quedará aislado. Pero esta vez no tendrán un imperio guardándoles las espaldas ni tampoco tendrán la más potente economía del mundo.
Orlando Sáenz