Decir que las grandes épocas de una nación se corresponden con uno o más grandes mandatarios es una afirmación de poco riesgo porque, siendo demasiado evidente, nadie la objetaría. Tanto es así, que muchas veces a esos periodos de grandeza los conocemos con el nombre del estadista que los presidió, y por eso hablamos de “el siglo de Pericles”, “la era de Justiniano”, “el apogeo de Luis XIV” o “la época de Nehru”. Más discutible es la tesis de que toda crisis nacional se corresponde con un mal mandatario, porque no son escasas las ocasiones en que fenómenos externos o ingobernables hacen la miseria de un pueblo aún si lo gobierna un gran hombre, como es el caso de Inglaterra en el primer gobierno de Churchill. Pero lo que no acepta objeciones es que, en Chile, el régimen de fuerte presidencialismo hace que un periodo de prosperidad no resista la llegada al poder de un mal mandatario.
Es bueno recordar esto, para comenzar el análisis de las razones por las que el ciclo virtual de Chile, en que llegó a pisar los umbrales del pleno desarrollo, se estancó y luego se desmoronó a partir de un determinado momento. A los dieciséis años virtuosos de gobierno de Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos, siguieron los dieciséis años de estancamiento y derrumbe protagonizados por Michelle Bachelet y Sebastián Piñera (dos cuadrienios cada uno). ¿Fue la calidad de estos dos últimos mandatarios la causa fundamental de la caída? Es eso lo que propongo analizar a mis lectores.
En verdad, la brusquedad de la caída entre el ciclo virtuoso y el ciclo decadente a que hemos aludido, fue de tal magnitud que recuerda, con todo el abismo del tiempo, de la distancia y de la transcendencia histórica que la comparación implica, el brusco paso del apogeo del Imperio Romano bajo los emperadores llamados Antoninos a la era de decadencia y crisis que precipitó el reinado de Cómodo. Esa historia trágica evoca, con perfección, el terrible error de Ricardo Lagos al abrirle camino político a Michelle Bachelet, con la que se inicia la decadencia de Chile, semejante enteramente al error de Marco Aurelio al entregarle el trono a su nefasto hijo Cómodo.
Cuesta entender las razones que movieron a ese clarividente mandatario para decidirlo a preparar la presidencia nefasta de la Bachelet, que carecía de todo antecedente válido como no fuera la incipiente moda de alardear mujeres en el poder. De formación estrictamente marxista, tanto por antecedentes familiares como por estadía y formación en la RDA, la Sra. Bachelet ostenta una trayectoria llena de contradicciones, paradojas y capítulos tenebrosos, como la inexplicable muerte de una pareja, como el caso Caval, como la defenestración del Ministro Pañailillo, como la destrucción de la propia candidatura de su padrino Ricardo Lagos. No se necesita gran perspicacia para aquilatar el carácter ambiguo de la ex mandataria, que siendo marxista, se las ha arreglado para escalar cargos internacionales que son normalmente inaccesibles para quienes no gozan del apoyo de los más poderosos países capitalistas, como ser el propio Estados Unidos.
La personalidad disolvente de la Sra. Bachelet se demuestra en la ruina política de todos quienes colaboraron en sus gobiernos, en la devaluación de todas las directivas de partidos que la apoyaron, en la absoluta incapacidad de proyectar sucesores. Las dos veces que llegó a la Moneda, terminó entregando el poder a la derecha política y jamás le “creció el pelo” a ningún emergente con visos de heredero. Se podría decir que a la sombra de la Bachelet no creció ni el pasto. Destruyó a la Concertación, disolvió a la Nueva Mayoría, rompió el eje del entendimiento PS – PDC que era el estabilizador de toda la transición, intrigó para destruir la candidatura de Ricardo Lagos y para sustituirlo por el Sr. Guillier, dejó que la influencia del PC arreciara desde el gobierno el revanchismo contra las Fuerzas Armadas, etc. Resulta verdaderamente increíble que llegara dos veces a la presidencia una persona que ni siquiera creía en la transición edificada por la coalición que la llevó al poder y que inició el postulado extremista de que esa transición había sido un fracaso y una trampa de la derecha para consolidar el modelo neoliberal con que el país avanzó tanto hacia el pleno desarrollo.
En verdad, hasta ese momento Chile había avanzado de tal manera que causaba admiración en todo el mundo, y eso en gran parte se debía al claro programa de gobierno que elaboró la Concertación de Partidos por la Democracia y a la sabia elección de los primeros tres mandatarios en que, sin duda, cada uno de ellos fue determinante en la designación del sucesor. Pero, tal como ocurrió con Marco Aurelio y sin siquiera la excusa de la paternidad, el Presidente Lagos subió a un tanque a la Sra. Bachelet y desde allí la proyectó a la Presidencia de la República. Los efectos se hicieron notar de inmediato: dejó de implementarse un programa de gobierno en que ella nunca creyó, comenzó el desprestigio de lo hasta allí logrado y se precipitó el eclipse de toda una generación de líderes políticos que habían sido los arquitectos de una transición cuyo tranquilo transcurrir tiene pocos parangones en la historia universal. Los logros de la Concertación se habían debido fundamentalmente al eje PS – PPD – PDC, y este se disolvió como el cobre en el agua regia cuando entró a la coalición de gobierno el PC, que es el disolvente político más potente que se haya inventado en la historia.
Por todo lo señalado, la Sra. Bachelet cumplidamente cimentó su comparación con el papel de Cómodo, con el cual, según los historiadores, se inició la caída del Imperio Romano. Hasta Hollywood, no precisamente muy respetuoso de la historia, le dio ese título a una de sus grandes producciones, y ello en espera de que los chilenos puedan producir una cinta que se titule “la caída de la República de Chile”.
Por lo dicho, abre la Sra. Bachelet la lista de los responsables directos de la crisis sistémica que hoy nos afecta. Ciertamente que no es la única responsable y hasta es posible que haya otros más culpables que ella, como trataremos de demostrar en otras reflexiones.
Orlando Sáenz