La Organización de las Naciones Unidas (ONU) fue creada, a fines de la Segunda Guerra Mundial, con el propósito de evitar las guerras y promover la cooperación internacional. Como era inevitable, su estructura correspondió a la situación geopolítica que existía al momento de su creación, de modo que su órgano resolutivo se radicó en un Consejo de Seguridad integrado perpetuamente por las grandes potencias triunfadoras en el pavoroso conflicto cuyo final permitió su fundación (Estados Unidos la URSS, Inglaterra, Francia y China) a las que, además, se les otorgó poder de veto en sus resoluciones. La teoría tras esa estructura fue que, actuando en consenso, el enorme poderío de esos vencedores sería el que le otorgaría imperio y capacidad arbitral al foro mundial que representaba.
Por cierto que esa teoría funcionó solo mientras se mantuvo el consenso de esas grandes potencias y desapareció del todo con la llamada Guerra Fría. Inutilizado su órgano ejecutivo por los poderes de veto fundacionales, la ONU se convirtió, salvo en contadas ocasiones, en un anodinó organismo en su primordial rol geopolítico. Ello se vio inmediatamente reflejado en la selección de sus Secretarios Generales que, tras la poderosa y carismática figura de Dag Hammarskjold, ha derivado en una ya larga lista de segundones sin mayor relevancia y siempre provenientes de países geopolíticamente anodinos.
Si, a pesar de eso, la ONU ha eludido la inexorable regla de que “lo que no sirve, se desecha” ha sido por dos poderosas razones: porque conserva su calidad de foro mundial del que emana cierto grado de reconocimiento y legitimidad, y porque la estupenda labor de algunos de sus organismos derivados (UNESCO, UNICEF, ONUDI, OMS, OIT, OIE, Cepal, etc.) ha logrado hacer verdad la cooperación internacional en materias en que existe acuerdos y que la humanidad necesita.
En esas circunstancias, sería lógico que la ONU atesorara las raras y esporádicas oportunidades en que fuera posible recuperar prestigio y efectividad en el plano geopolítico y esas oportunidades se multiplicarían si se aferraran con fuerza y determinación a los únicos conceptos que hoy nadie se atreve a contrariar: democracia, derechos humanos y libre comercio. La democracia, aun reducida a su más elemental concepto de que la soberanía reside en la nación, es un ropaje al que todos aspiran, aun los regímenes más extremos. Todos los gobiernos de la tierra, sin excepciones, reclaman legitimidad porque la nación les ha entregado la soberanía, y ello aunque esa pretensión carezca de toda base real. Tanto o más consenso transversal es la aceptación de que existen derechos humanos que es imperativo respetar y proteger. No existen ya los gobiernos que se atrevan a rechazar ese postulado, por más que en la implementación de él puedan ser aberrantes y su violación sea constante y fragante en sus territorios. El libre comercio es, también, un postulado de todos.
Esa realidad le entrega a la ONU la oportunidad única de una acción geopolítica internacional reconocida, necesaria y agradecida trasversalmente. Le otorgaría la administración de un cierto sello de legitimidad valedero y respetado. Pero, para eso necesitaría un Alto Comisionado de Derechos Humanos enérgico y determinado pero muy criterioso, probadamente objetivo e imparcial, desprovisto de ideologismos que puedan oscurecer su apreciación de la realidad. Basta esa identificación, fruto de una consideración implacablemente lógica y conceptual, para desnudar el absurdo de la designación de la Sra. Michelle Bachelet para tan crucial cargo puesto que ella es la negación diametral de las características señaladas.
No es posible pensar que las autoridades de la ONU ignoren las claras inclinaciones marxistas de su Alta Comisionada para los Derechos Humanos. Se formó ideológicamente en la Alemania de Honegger y la Stasi y jamás ha expresado la menor critica de la opresiva tiranía de que fue testigo presencial. Su segundo gobierno en Chile trascurrió entero bajo la protagónica influencia del Partido Comunista Chileno, a pesar de que este tiene un apoyo popular insignificante como se demostró en las últimas elecciones parlamentarias. Fue la sepulturera de la democrática Concertación de Partidos por la Democracia y la destructora de las orientaciones con que esa coalición social - demócrata le regaló a Chile el cuarto de siglo más constructivo de su historia.
Como todo eso no puede suponerse ignorado, el nombramiento de la Sra. Bachelet solo es interpretable como la decisión de privar a la ONU de un rol protagónico y confiable en la defensa imparcial de los derechos humanos. Para ella, los atropellos a esos derechos perpetrados por regímenes de extrema izquierda son solo legítima defensa de procesos revolucionarios en marcha y jamás aceptaría condenarlos.
Sin embargo, lo que seguramente no se previó al nombrarla fue la magnitud que alcanzaría la crisis venezolana. Desde los tiempos del genocidio del khmer Rouge en Cambodia que no se veía una tiranía tan grotesca como la que ha convertido en tragedia humanitaria a unos de los países más ricos de la tierra. Ello ha provocado un grado de condena internacional positivamente inédito y ha convertido en patética la reacción de la ONU ante un drama que ha movilizado a la OEA, la Unión Europea, al Grupo de Lima y a la mayoría de las cancillerías importantes del mundo. El que esa penosa abdicación acaba con cualquier grado de credibilidad que alguna vez haya tenido la gestión de la Sra. Bachelet a la cabeza del Alto Comisionado para los Derechos Humanos es lo de menos, porque lo peor es el desprestigio que le provoca a una organización que, como la ONU, necesita desesperadamente rehabilitarse para no caer en el total anonimato.
Cualquiera que sea el papel que aún pueda desempeñar Michelle Bachelet en el escenario chileno o internacional, ya nadie le podrá disputar su gran capacidad de exterminación: enterró a la Concertación y a la Nueva Mayoría, acabó con el ciclo virtuoso de la transición de Chile a la plena democracia, le cerró dos veces el retorno a la Moneda al mayor estadista que Chile ha prohijado en los últimos tiempos y tiene grandes posibilidades de baldar definitivamente al comisariado que la ONU en mala hora le confió. Con su nombramiento, la organización mundial incurrió en un grueso error no forzado si es que es válido utilizar un tenístico tecnicismo.
Es de esperar que no haya sido un punto de juego – set – y match.
Orlando Sáenz
Nota: al calificar de error no forzado el nombramiento de Bachelet en la ONU, se está asumiendo que el Secretario General nunca oyó hablar de la comandante Claudia. Si hubiera sabido algo de eso, la calificación sería de boicot concertado.