Hoy, la superficie del mundo se la reparten países que han encontrado su identidad por imperativos geográficos (como Chile o Japón), o históricos (como el Reino Unido o España), o étnicos (como Israel o Chechenia), o culturales (como Francia o Alemania). Pero existe una sola nación, una sola, que le debe su existencia y su identidad a un programa político compartido. Esa nación, los Estados Unidos de América, no es que sea un país con un programa político, como todos, sino que es el programa político mismo, o, dicho de otro modo, desaparecería o tendría que ser refundado si ese programa fuera abandonado.
Esa singularidad, que es la que le permite admitir todas las lenguas, todas las religiones, todos los orígenes, todas las etnias, todas las culturas, también le impone la ruda limitación que implica no poder concederle derechos políticos a la disidencia ideológica en relación a ese programa fundacional.
Y, ¿cuál es ese programa fundacional? Su última raíz es la idea de Locke de que los individuos libres pueden evitar la anarquía si se unen y cooperan en el mutuo beneficio. Esa proteica tesis la plasmaron los signatarios de la Declaración de la Independencia en un programa político común: la creación de un estado con un gobierno limitado al propósito de proteger los derechos y promover los intereses individuales. Cabe preguntarse si esos padres fundadores tuvieron clara conciencia de lo enormemente revolucionario de esa tesis y de la enorme potencia de su concepción en ese momento, cuando el resto del mundo solo exhibía gobiernos autoritarios o cerradamente absolutos y elitistas. Pero, que pocos años después esas implicaciones estaban claramente definidas, lo demuestra la declaración del Secretario de Estado John Quincy Adams que, en 1821 y refiriéndose a esa Declaración de la Independencia, acotó “fue la primera soberana declaración hecha por una nación sobre la única fundamentación legítima del gobierno civil. Fue la piedra angular de una nueva estructura, destinada a cubrir toda la superficie de la tierra”. Esa declaración es la que explica por qué Estados Unidos desde su principio fue entendido como país y como causa, como una distintiva comunidad nacional destinada a imponer una revolución política universal.
Tras dos y medio siglos desde esa revolucionaria Declaración de Independencia, la nación que personificó es la más rica y poderosa del mundo y sus ideales fundacionales, sintetizados en los conceptos de democracia representativa y derechos humanos individuales cubren casi toda la redondez de la tierra. El trayecto ha estado lleno de crisis, rectificaciones, avances espectaculares y vergonzosos retrocesos, de amargos conflictos internos y externos, pero el rumbo nunca se ha perdido del todo y el sistema político que lo sustenta ha sido capaz de resistir situaciones que ninguna otra democracia habría logrado superar sin profundísimas crisis: tres presidentes asesinados en el ejercicio del cargo y como consecuencia de complots nunca completamente aclarados, tres presidencias perfectamente empoderadas a pesar de haber perdido la votación popular, dos periodos aislacionistas en que el abandono de la hegemonía desembocó en conflictos terribles y desbastadores, una destitución presidencial recién reelegida por amplia mayoría y al precio de un largo periodo con el poder ejecutivo virtualmente inoperante, un presidente eminente muerto en medio de un espantoso conflicto mundial aún sin resolver, muchos episodios políticos vergonzosos y hasta siniestros, una caza de brujas solo comparable a los juicios de la Inquisición Española, un casi centenario conflicto interno por los derechos civiles de las minorías étnicas, una inmensa avalancha de inmigrantes ilegales que huyen de la tiranía y la vida infrahumana en otras partes del mundo. Y a pesar de todo eso, el timón no ha girado y la derrota se ha mantenido… hasta Donald Trump.
La edición de marzo 2019 de la revista “The Atlantic”, la misma que en 1860 endosó la candidatura presidencial de alguien que nunca había ganado una elección popular y se llamaba Abraham Lincoln, luce una portada azul oscura cruzada por una sola palabra en letras rojas y enormes, “IMPEACH”. Es la forma de presentar que tiene ese faro casi bicentenario del pensamiento libertario norteamericano de un ensayo impresionante en su interior titulado “The Case for Impechment”. Vale la pena traducir un pequeño párrafo de la presentación de ese artículo para apreciar la seriedad de su argumentación y la magnitud del potencial conflicto que amenaza al sistema político del gran país del norte. “El 20 de enero de 2016, Donald Trump se puso de pie en las escaleras del Capitolio, alzó su mano derecha, y solemnemente juró ejercer fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos y, con lo mejor de su capacidad, preservar, proteger, y defender la constitución de los Estados Unidos. No ha mantenido esa promesa. En vez de ello, ha montado un concertado desafío a la separación de los poderes, al imperio de la ley y a las libertades civiles consagradas en nuestros documentos fundacionales. Ha atizado a conciencia las divisiones americanas. Se ha colocado en contra del ideal americano, al principio de que todos nosotros – de todas las razas, géneros, y credos – fuimos creados iguales”.
La profunda gravedad y fuerza de esos cargos y su dialéctica debilidad sirven para apreciar la singularidad del sistema norteamericano de gobierno, hecho de una compleja malla de equilibrios constitucionales y consuetudinarios, explícitos o implícitos. Esa proposición, revestida de profunda seriedad y responsabilidad, de que el Congreso, como legítima representación del pueblo norteamericano, considere y debata la posibilidad de destituir a un presidente, no por la trama rusa o por una turbulenta biografía, si no que por su incapacidad para ejercer sus funciones de buena fe según ideales que no comparte, solo es concebible en una democracia tan singular y testimonial como la norteamericana.
Para quienes por muchos años hemos observado con pasión, respeto y admiración la evolución de la sociedad y la política norteamericanas, con la adicional conciencia de que de ellas depende buena parte del destino del resto de la humanidad, la actual coyuntura nos suena preocupante y decisiva. Se sospechan tiempos tormentosos y el huracán político desatado por Donald Trump – si es verdad que es el primer presidente con intenciones de cambiar el programa político consustancial y fundacional de su gran nación – puede tener la fuerza suficiente para desquiciar a la más potente democracia del mundo.
Y ello porque un debate parlamentario como el que “The Atlantic” cree imprescindible no solo es una prueba para Trump y todo el sistema político, es también una encuesta para saber si el pueblo norteamericano actual es o no capaz de reconocer y renovar el solemne compromiso de los padres fundadores.