EL MÁS ANCHO Y PROFUNDO

El reciente triunfo electoral de don Claudio Orrego por la gobernación de Santiago me ha traído a la memoria una conversación con don Eduardo Frei Montalva, de las recurrentes que sostuve entre el fin de su mandato y su sensible fallecimiento en 1982. En una de ellas, me planteó el problema de juzgar, por un solo indicador, el éxito o el fracaso de un gobierno. Me pidió que lo meditara, como lo hice, y tiempo después me preguntó cuál era mi respuesta. Lo había pensado bien y, con firmeza, le contesté que lo juzgaría según fuera la naturaleza del gobierno que lo sucediera: si ese nuevo gobierno venía a continuar y profundizar la obra del anterior, éste debía considerarse un éxito; si, por el contrario, el nuevo gobierno llegaba para borrar lo que aquel había construido, debía considerársele un fracaso.

Mi respuesta lo dejó meditabundo y, hasta cierto punto, contrariado. Tras reconocer lo atendible de mi criterio, entró en una larga exposición de lo que, a su juicio, habían sido los errores de su administración, pero que de ninguna manera podía pensarse que había sido un fracaso. Como supremo argumento terminó diciendo: “y, hay que tener en cuenta que finalmente teníamos tres o cuatro candidatos con los cuales hubiéramos triunfado en la siguiente elección y, lamentablemente, la enfrentamos con el único que podía perder”. Yo, bastante sorprendido, le pregunté si aludía a Radomiro Tomic. Para mi mayor sorpresa agregó: “Sí. Radomiro nunca comprendió que no tenía que ganar quitándole votos a Allende, sino que adoptando un lenguaje que hiciera posible captar los votos de la población sensata y moderada. Si su discurso no se hubiera siempre orientado a demostrar que era más izquierdista que Salvador Allende, la derecha no habría presentado candidato, como lo ofreció, y él hubiera ganado con facilidad”.

Esa lección de política me ha hecho meditar muchas veces y la elección de Orrego que ahora motiva esta reflexión me ha demostrado su validez después de casi medio siglo. Ello, porque a diferencia de Tomic, Orrego no se empeñó en mostrarse más “progresista” que su extremista contendora, sino que, con sensatez y mesura, se dedicó a enfatizar que el progreso se obtiene con el arte de lo posible y no con el afiebrado atarantamiento del extremismo. Por eso es que quienes usualmente votan por el camino de la moderación lo apoyaron y le dieron el triunfo, como bien demuestra el análisis de los resultados que obtuvo.

Porque hace ya mucho tiempo que el foso que separa políticamente a la llamada “derecha” de la llamada “izquierda” es mucho menos ancho y profundo que el que separa a los partidarios de la democracia de aquellos que desean destruirla para establecer una dictadura del asambleísmo, que no es más que el nombre que hoy se le puede aplicar a lo que fueron los soviets que pavimentaron la ruta hacia la horrible dictadura de Lenin y Stalin en Rusia.

Sin embargo, el vértigo de la extrema izquierda que le costó la presidencia a Radomiro Tomic no murió con él, sino que ha seguido actuando durante medio siglo en su Partido Demócrata Cristiano, y lo ha hecho transitar desde la hegemonía política que tuvo en los tiempos de don Eduardo Frei Montalva al partidito dividido, intrascendente y confundido que es hoy. Porque sin duda es ese vértigo izquierdizante el que lo hizo olvidar sus convicciones e ignorar que un día fue la expresión política del humanismo cristiano. En el espectro de los partidos políticos que existen, no solo en Chile, sino que en todos los países de cultura occidental, hay solo dos que son la expresión política de cosmovisiones fundamentales, y ellos son el Partido Comunista y el Partido Demócrata Cristiano. Todos los demás no son más que praxis políticas sin mayor fundamento filosófico.

Nada puede haber más opuesto que estas dos cosmovisiones, y de ahí que una colaboración política del PDC con el PC sea tan extraña y desconcertante como el cruce entre dos especies de seres distintos.

En el caso del PC, la cosmovisión inspiradora es la de Marx y Engel, que postula un universo que no es otra cosa que materia evolucionando bajo inmutables leyes físico-químicas y que, por lo tanto, no tiene fin ni propósito. Dentro de ese universo, los seres humanos son productos intermedios intrascendentes cuyo mejor destino no es otro que el de trascurrir con sus necesidades básicas razonablemente satisfechas. Para ello se necesita un estado que garantice la uniformidad de la repartición de los recursos, evitando la formación de clases privilegiadas que los acaparen. De esa concepción nacen todos los dogmas del marxismo leninismo: la lucha de clases, la teoría de la plusvalía del capital, el materialismo histórico y la necesidad de un régimen autoritario que vaya modelando una sociedad uniforme. Dicho en términos populares, un partido hegemónico que se encargue de “aplanar la tortilla”.

La cosmovisión de la que deriva el humanismo cristiano postula, en cambio, un universo creado por Dios con destino y propósito, en el que el ser humano es un producto final y trascendente y está dotado de un alma inmortal que busca alcanzar el máximo rendimiento de las capacidades con que es creada. Lo que modela a la sociedad es la parábola de los talentos y que se traduce en la necesidad de un Estado que brinde a todos la oportunidad de desarrollar los talentos con que están dotados, cuyo rendimiento será, en definitiva, el que determine su lugar en el templo eterno cuya construcción es el propósito final de toda la creación. No se trata, pues, de “aplanar una tortilla”, sino que plasmar una sociedad con oportunidades para todos, pero que de ninguna manera cohíba el desarrollo desigual de los talentos.

Como fácilmente se comprende, nada puede haber más opuesto que estas dos cosmovisiones, y de ahí que una colaboración política del PDC con el PC sea tan extraña y desconcertante como el cruce entre dos especies de seres distintos. Solo la explica la pérdida de identidad de uno de los partidos concurrentes, y eso es lo que ha ocurrido con la Democracia Cristiana. Al perder su identificación con el humanismo cristiano, perdió su gran atractivo sobre las juventudes porque no hay nada que le importe más al ser humano que el problema de la transcendencia, o sea el de saber por qué y para qué estamos en este mundo.

Todo esto es conveniente tenerlo presente porque, por uno de esos casos relativamente frecuentes en la historia, las circunstancias de la elección presidencial de finales de año pueden repetir ciertas características de la del año 1970. No es de ninguna manera imposible que termine enfrentando a un candidato de la extrema izquierda rupturista con un candidato de lo que fue la Concertación de Partidos por la Democracia. Si esa coyuntura se produce, el voto de la mal llamada “derecha” no va a tener opción propia, pero va a dirimir la elección, y lo hará si es que existe una clara diferencia entre ambos candidatos o candidatas. Lamentablemente, si la DC tiene oportunidad de que uno de sus militantes sea ese candidato de la ex Concertación, se puede repetir fácilmente el error de Tomic si es que esa persona no logra controlar el vértigo izquierdizante a que hemos aludido.

Las causas por las que la DC perdió su identidad son muy hondas y probablemente valga la pena dedicarles otra reflexión. Pero, en esta oportunidad es importante hacer notar que el vértigo izquierdizante de que es víctima proviene, en buena medida, de la reacción con que suele una persona actuar frente a una pérdida de identidad y que no es otra que marcar las diferencias con sus progenitores. La Democracia Cristiana fue hija de la Iglesia y de un partido de derecha y, en su búsqueda de identidad, está en la etapa de marcar diferencias con los padres, y de allí surgen hoy sus posiciones que más se acercan al marxismo que a sus verdaderos principios.

Eso es lo que induce a algunos de sus dirigentes a exagerar el alto del muro o el ancho de la acequia que los separa de su cuna, y no son capaces de advertir el ancho y la hondura del foso que los separa del extremismo del PC y del Frente Amplio.

Nota: El poner entre comillas expresiones de Don Eduardo Frei Montalva es solo un recurso literario. Sin embargo, puedo asegurar a mis lectores que expresan fielmente los conceptos por él vertidos en esa ocasión, aunque la memoria no me alcance para citarlos literalmente.