El negocio de los chicos

 

 

Todos sabemos que, cuando la próxima elección presidencial se acerque, junto a los candidatos que realmente van por el triunfo, van a aparecer algunos candidatos sin chance alguna que, no obstante ello, figuraran en la planilla del voto de la primaria.  Una pregunta siempre presente es ¿para que presentarse a una elección en que la derrota está asegurada?  Parece absurdo hacerlo, pero detrás de esas candidaturas de relleno existe una lógica que es fruto de la imperfección de nuestro sistema electoral.  

 

Basta con examinar la historia reciente de nuestro país para constatar que el precio que pagan los partidos que no llevan candidato propio a la elección presidencial es muy alto en términos de poder político.  De hecho, la decadencia de algunos partidos otrora muy importantes se debe, en gran parte, a su ausencia en la lucha por la presidencia en reiteradas ocasiones.  Ejemplo notable de ello es el del Partido Demócrata Cristiano, que desde la presidencia de Eduardo Frei Ruiz Tagle en los años noventa no ha vuelto a presentar un candidato potente en las elecciones presidenciales.  Esa falta de candidato de verdad se paga generalmente con disminuciones del poder parlamentario, provincial y comunal.  

 

De esa manera, los partidos chicos buscan competir en la presidencial, aunque sea sin ambiciones de triunfo, porque ello seguramente se traducirá en una mayor votación en la simultanea elección de autoridades menores.  La otra forma de defenderse de pasar a la intrascendencia es la de incorporarse a pactos electorales que aseguren, a lo menos, una representación mínima.  De ese cálculo surge lo que puede llamarse el negocio de los chicos.  Si esos partidos logran una votación presidencial de algún volumen significativo (digamos un tres o cuatro por ciento a lo menos de preferencias del total general) y eso ha permitido obtener algún poder parlamentario, el partido tiene asegurado un margen de poder político en el caso de que el gobierno que resulte electo tenga un margen muy estrecho para poder legislar en el sentido de su programa con que consiguió su mandato.  El actual gobierno de Gabriel Boric es un ejemplo de la relevancia que pueden alcanzar esos partidos menores a la hora de necesidad de mayorías parlamentarias mínimas.

 

Ciertamente que el negocio de los pequeños tiene sus riesgos.  Si la insignificante campaña presidencial es un fracaso muy grande, se corre el peligro de desaparecer o sumirse en la absoluta irrelevancia.  La historia reciente de Chile muestra varios ejemplos de eso, sin embargo, no puede caber duda de que, administrando bien una minoría aparentemente insignificante, un partido político menor puede obtener pingues beneficios en términos de poder político siempre que se maneje hábilmente en la “tierra de nadie” que normalmente se produce entre oposición y oficialismo.  También abundan los ejemplos contemporáneos de esa habilidad.

 

De lo que tampoco cabe duda es que este “negocio” de los chicos es posible gracias a las imperfecciones de nuestro sistema electoral.  Actualmente, las reglas para las elecciones de autoridades que son supuestamente muy democráticas lo son solo cuando se trata de la segunda vuelta presidencial en que un voto en Punta Arenas vale lo mismo que un voto en Santiago.  Pero, para las elecciones pluripersonales existen triquiñuelas que refuerzan a los partidos y a las comunidades pequeñas.  Para elegir senadores y diputados, un voto en Punta Arenas vale por cientos de votos en cualquier comuna populosa de las ciudades más importantes y eso permite que, si un partido pequeño vocee una votación buena localizada en algunos de esos puntos, obtenga un poder político que no guarda proporción alguna con su importancia nacional.

 

Esas mismas reglas electorales deforman la voluntad popular en algunos otros aspectos, como cuando envían al Congreso a personaje con votaciones mínimas y capacidades más mínimas todavía y ello en razón a los famosos “chorreos” que pueden llegarles desde candidatos muy populares.  Todo ello confluye a un daño grande de la calidad del poder legislativo, lo que termina afectando cruelmente la gobernabilidad del país puesto que le impide al ejecutivo completar leyes que son a veces muy imperativas.

 

Todos esos males ya han ido a parar a la conformación de un Congreso Nacional mucho más propenso y preparado para campo de batalla verbal que para edificar acuerdos que, respetando los anhelos mayores de la ciudadanía, se encaminen a legislaciones necesarias que están sufriendo demoras insostenibles y sumamente dañinas.

 

Todo lo señalado redunda en la absoluta necesidad de profundas reformas al sistema político de Chile porque, tal como estamos, nos precipitamos inexorablemente a una perdida total de la gobernabilidad que es imprescindible para vivir en paz.  Claro que esas modificaciones probablemente terminen por hacer imposible el “negocio de los pequeños”, pero eso será algo mucho más parecido a un beneficio que a una tragedia.

 

Orlando Sáenz