El síndrome de Shylock

En una reflexión anterior (“Destruyendo a Chile”) alcanzamos importantes conclusiones: a) la temprana consolidación de una poderosa e impersonal institucionalidad republicana hizo de Chile un ejemplo de estabilidad democrática casi sin parangones; b) esa institucionalidad republicana no solo hizo a Chile, si no que se podría decir que es Chile; c) destruir esa institucionalidad es el único camino que permitiría un cambio revolucionario de la estructura social de Chile; d) hoy somos testigos de una coordinada y sistemática campaña para desprestigiar y alterar el funcionamiento de todas las instituciones que sustentan el accionar democrático de Chile.

 

De todas las demoliciones institucionales en marcha, hay dos especialmente graves, y son las de Carabineros y la de las otras ramas de las Fuerzas Armadas.  Ello porque son las instituciones fundamentales para asegurar el imperio de la ley, que es el ejercicio esencial de todo gobierno, y porque fueron determinantes en el aborto del más grave intento para trasformar al país en una dictadura marxista.  Es probable que la corrosión sistemática de estos bastiones republicanos haya comenzado desde el momento mismo de la recuperación democrática, pero lo que no se puede dudar, es que, a estas alturas, ha alcanzado niveles inéditos y muy alarmantes.  No hay tampoco duda que para alcanzar ese nivel de erosión se ha contado con la poderosa colaboración de esas propias instituciones, reos de una corrupción que ha dejado atónita a la ciudadanía por su volumen y su amplitud, pero es necesario reconocer que el caldo de cultivo de esa cizaña fue largamente preparado por el estado civil chileno y a lo largo de prolongados periodos.

 

La corrupción y el abuso administrativo son siempre la consecuencia de una degradación ética.  Para que se propague en instituciones tan vocacionales como son las de Carabineros y Fuerzas Armadas se requiere un proceso de desmoralización que, en nuestro caso, está muy a la vista desde la propia restauración del régimen democrático.  Todos hemos visto como, pretextando el castigo a la violación de derechos humanos bajo la dictadura, se ha humillado brutalmente a esas instituciones arrastrando durante casi tres décadas al oprobio y a la cárcel a muchísimos oficiales que eran subalternos cuando ocurrieron los hechos que se les imputan.  Basta imaginarse lo que sería la historia de Alemania si al terminar la Segunda Guerra Mundial se hubieran prolongado por treinta años los Juicios de Nuremberg con los criterios jurídicos con que la justicia chilena se ha hecho cómplice de esa campaña de destrucción desmoralizante de la relación cívico – militar, para apreciar el destructivo efecto de esa insana práctica.  

 

A diferencia del ataque más difuso a otras instituciones republicanas, en el caso de la sistemática destrucción del prestigio y del respeto a las Fuerzas Armadas, la mano del Partido Comunista ha sido explicita.  Este partido, cuya siniestra historia internacional como genocida descarta cualquier motivación ética, se ha dedicado concienzudamente a la tarea de infiltrar, castigar y desprestigiar a las Fuerzas Armadas con el trasparente propósito de eliminarlas como garantes de la estabilidad del sistema republicano y para ello no ha dudado en dedicar parlamentarios a tiempo completo a esa tarea.

 

Con todo, donde más se evidencia el propósito deliberado de desprestigiar a esas instituciones es en el destape, con escándalo público, del abuso en la asignación de los llamados “gastos reservados”.  Durante décadas, el estado chileno contrarrestó la protesta por las bajísimas remuneraciones del personal militar con el otorgamiento de prebendas tales como bonos, gastos reservados, privilegios previsionales y retiros prematuros.  Cuando, dándose por sorprendido, denuncia con estridencia y lleva a la justicia los abusos cometidos en esas vías irregulares de compensación, no solo incurre en repugnante hipocresía si no que erosiona a una institución básica en la que debería corregir antes que castigar.  Pero peor aún es el tratamiento del enorme desfalco “descubierto” en Carabineros y que ya tiene a decenas de oficiales con sus carreras y su honor destruidos antes de ser siquiera sentenciados.  ¿Hay alguien tan ingenuo como para creer que un desfalco de ese monto puede pasar inadvertido por años para el más elemental control presupuestario que pudiera concebirse?.  La única posible explicación es que los aspavientos de sorpresa e indignación tras el “descubrimiento” no son otra cosa que búsqueda de oscuros intereses políticos en el momento que se creyó más oportuno.

 

Y donde la demolición alcanza niveles de “comedia del absurdo” es en la Araucanía, donde se obliga a actuar a Carabineros con un diagnóstico equivocado, con medios y facultades insuficientes, por años de años, y se les despide o enjuicia por cualquier pelo que se salga de su lugar en la cabeza de un mapuche.  El resultado de esta absurda política está a la vista si se compara el número de Carabineros exonerados o enjuiciados con el de terroristas mapuches detenidos.

 

Esa estrategia política de exigir resultados con ningún margen para el daño colateral bien podría llamarse “el síndrome de Shylock” porque lo inventó Shakespeare en “El Mercader de Venecia”, cuando muestra a la justicia veneciana exigiéndole al usurero judío sacar una libra de carne del cuerpo de su deudor sin derramar una sola gota de sangre.  En la Araucanía, los Carabineros actúan afectados por el síndrome de Shylock y eso los está destruyendo, tal como destruyó al personaje de la comedia.  Y el efecto es un cuerpo desmoralizado, frustrado, traicionado que pierde su eficiencia allí y consecuencialmente en todas partes.  En tales condiciones, no solo se perderá en el conflicto mapuche sino que también se perderá la lucha contra la delincuencia.

 

No hay nada más urgente ni más necesario que restaurar la relación entre el estado civil y sus órganos de imperio.  No es tarea que pueda emprender solo un gobierno con minoría parlamentaria, sino que es tarea de una política nacional que debe ser consensuada para que sea eficaz.  De lograrlo depende el destino de la democracia chilena.

 

Orlando Sáenz