Fin de fiesta

Son varios los grandes intelectuales que han aludido al poder rigidizante del éxito y que es el que explica la mayoría de las grandes revoluciones sociales.  Cuando se ha tenido éxito con un sistema, una política o una estrategia, se genera una irresistible voluntad de seguir aplicándolas en otras instancias que pueden ser sensiblemente diferentes a las que existían cuando funcionaron regocijantemente.  Aludo a ese poder rigidilizador porque creo que ha sido determinante en la creación de las condiciones para que fuera necesario un estallido de violencia social como el recién experimentado para que casi todos los chilenos asumiéramos que se han agotado los modelos políticos y económicos con los que gozamos de largos decenios de paz social y progreso material.  Para utilizar una imagen más notoria y popular, tuvieron que apagarnos las luces para que comprendiéramos que la fiesta había terminado.

 

Para que se hiciera necesario este brusco y traumático despertar, hubo que ignorar varios y hasta antiguos avisos que, semejantes a los crujidos que advierten el colapso próximo de una estructura, avisaban la proximidad de la crisis.  Desde luego, desde que Donald Trump inició la guerra comercial con China era completamente previsible que las consecuencias para la economía chilena le impedirían al gobierno cumplir gran parte de sus promesas electorales.  En lugar de darse a la ingrata pero necesaria tarea de advertir esto y tomar algunas medidas protectivas en una economía tan abierta y vulnerable como la chilena, se prolongó el mensaje optimista y de escasa preocupación cuando la propia población estaba demostrando miedo e incertidumbre con disminución de su propio consumo.  Cuando los últimos comicios se sumaron a un sistema electoral absurdo para producir un parlamento más parecido a un circo de muchos payasos que a un ámbito legislativo serio, era evidente que el ejecutivo no podría obtener reformas estructurales imprescindibles para enfrentar eficazmente las nuevas condiciones económicas y sociales.  En lugar de advertir eso a la ciudadanía y resignarse a una buena administración con proyecciones de continuidad, el gobierno se lanzó a un desgastante esfuerzo por alcanzar acuerdos imposibles y en el camino dejó tirada hasta su propia identidad.  Nunca asumió que la democracia chilena renacida en 1990 ya no es viable en las condiciones actuales sin profundas modificaciones.

 

A eso se sumaron errores verdaderamente infantiles como el de dejar en manos de fórmulas matemáticas automáticas temas tan sensibles como el precio de los combustibles, los servicios públicos básicos y el transporte.  En el caso de este último, luego de larguísimos años en que se ha tolerado una evasión de pagos de montos grotescos.  Hubiera bastado un mejor sistema de control y de castigo ejemplar para los evasores para que, en lugar de subir el valor para controlar el déficit, se hubiera podido hasta rebajar con gran contentamiento popular y mucho mejor resultado económico.  Una cosa tan evidente como que es imposible financiar un servicio cuando un tercio de los usuarios elude su pago, no puede permanecer ignorada por un gobierno sin sufrir graves consecuencias.

 

Pero la peor de las cegueras es pretender gobernar a un pueblo que no es.  El pueblo chileno hace mucho rato que no es el solidario, altivo, inteligente y comprensivo que parece tener en su imaginación el mundo político.  Son tales los estragos que ha producido la destrucción sistemática de las familias, la permisibilidad confundida con la democracia y un sistema educacional ineficaz y caótico, para rebajar el nivel cultural del pueblo chileno a niveles que se prestan más a estudiar seriamente si todavía le es posible sustentar un sistema democrático tradicional.  Lo que tenemos hoy es un pueblo que no sabe expresar sus anhelos más que con la violencia irracional. Que no es capaz de comprender que herirse y desprestigiarse a sí mismo más se parece a la eutanasia que a lo propio de un ente racional.  Hemos visto, aparentemente sin aprender nada, un largo decenio en que los estudiantes chilenos – los supuestos futuros de la patria – lo único que han hecho es aplanar calles y perder docencia sin jamás ser capaces de formular una sola propuesta constructiva.

 

El Presidente Piñera saldrá seriamente herido de lo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo.   Le ha correspondido un durísimo despertar de un sueño imposible y pagar una cuenta que no se merecía.  Como es un hombre muy inteligente y de muy buenas intenciones, ni siquiera le servirá de consuelo la constatación que pronto llegará de que la verdadera gran cuenta de lo ocurrido la va a pagar, con años de decadencia, el mismo pueblo que hoy marcha celebrando la destrucción que ha provocado.  Porque lo ocurrido en estos últimos días tendrá un altísimo costo nacional, que va mucho mas allá de la destrucción física que se ha provocado.  La economía chilena esta tan vulnerable, que bastará la fuga de capitales y la drástica reducción de la inversión internacional y privada para iniciar un ciclo depresivo que principalmente afectará a la generación que parece estar celebrando como un triunfo lo que cree haber logrado.  Siempre se ha dicho que la nuestra fue una generación perdida, pero las ironías de la historia dicen otra cosa puesto que nos dejó vivir la época dorada de las tres últimas décadas mientras que a nuestros hijos les tocará vivir aquella en que Chile volverá a ser un paisito del montón subdesarrollado.  Lo único doloroso es que hayamos vivido hasta ver el fin de fiesta.  

 

Orlando Sáenz