Tras haber analizado y demostrado la feroz hipocresía que se asoma entre los autodesignados defensores de los Derechos Humanos (“Hablemos de Hipocresía I”), ahora me propongo hacer lo mismo en el otro campo en que en Chile la hipocresía institucionalizada se genera, cual es el de la corrupción.
Nuestro país se ha pasado casi dos siglos de vida republicana “haciéndose el leso” a propósito del financiamiento de la actividad pública de los partidos políticos y ha jugado a que todos creemos que se nutría con los pagos mensuales de sus adherentes. Como esa suposición es ridícula, esa tácita aceptación derivó en formas irregulares que, a su vez, han hecho cundir la corrupción y la hipocresía en la vida pública del país.
¿Cómo se han financiado los partidos políticos chilenos, probablemente desde los mismos tiempos de Don Bernardo O´Higgins en adelante? Ha sido en múltiples formas que se pueden agrupar en tres grandes capítulos: los aportes de empresas chilenas, los aportes de entidades extranjeras y, principalmente, el simple y llano saqueo de los recursos públicos cuando se está en el gobierno.
Ahora bien, mi singular destino de “testigo privilegiado” y mi ya larga vida, me dieron la oportunidad de conocer a fondo el funcionamiento de estas tres principales fuentes del financiamiento político. Las dos primeras las conocí como actor directo y, la mayoría de las veces, bastante protagónico. Ello me provocó la fama de experto en lo que, en la jerga del oficio, se llama “pasar el platillo”, al punto de que hasta hoy mismo me acosan los pedidos de ayuda para hacerlo en aras de muy diversas causas, los que ignoran la profunda aversión que ejercer tal oficio me provoca. El sistema es simple y, si se toman ciertas precauciones, es bastante inocuo. La principal precaución es la de evitar el contacto directo entre el candidato o partido que se está financiando con el generoso contribuyente, impidiéndose así que la ayuda se transforme en un compromiso político. Sin embargo, no se puede ignorar que esta forma de financiamiento es fuente de hipocresía y de corrupción puesto que, cuando el dador es una empresa y no una persona natural, generalmente provoca la necesidad de crear “dinero negro” a través de facturas u honorarios falsos que en última instancia provocan un perjuicio fiscal indirecto.
El sistema de financiamientos políticos con aportes desde el extranjero evita ese problema, pero redobla el del peligro de incurrir en compromisos porque solo existen cuando hay fuertes razones ideológicas o de intereses internacionales de por medio. Este peligro también es amortiguable creando barreras que impidan el conocimiento directo entre el aportante y el receptor final de tales donaciones y, sobre todo, absteniéndose rigurosamente de aceptar aportes de entidades que, directa o indirectamente, dependan de gobiernos extranjeros, por la obvia razón de que pueden convertir al receptor en esclavo obsecuente del gobierno aportante, como de hecho ocurrió con los partidos comunistas dependientes de la ayuda de Moscú en la época soviética.
Comencé a conocer el funcionamiento de la recolección privada dentro del país en una participación muy subalterna y menor durante la campaña presidencial de don Jorge Alessandri en 1970 y la experiencia la amplié durante la campaña presidencial de don Patricio Aylwin el año 1989, y esta vez con mayor protagonismo y en situaciones bastantes singulares. Pero, por muy lejos, fue mi experiencia internacional la que me sentó como autoridad en la materia, porque parte significativa de la lucha gremial contra el gobierno de Allende la financiamos significativamente con aportes exteriores, no comprometientes. Para ello, diseñamos un sistema de doble barrera que imposibilitaba cualquier compromiso político que pudiera haberse generado, puesto que no solo el receptor desconocía la fuente de los recursos, si no que nosotros mismos desconocíamos su origen. Algún día espero tener la oportunidad de explicar la estructura de este sistema, que nos permitió trascurrir, sin mácula, por un proceso completamente depurado de compromisos. Debo reconocer, sin embargo, que el principal factor que posibilitó el éxito de este sistema fue el propio gobierno de la Unidad Popular, cuyo desastre económico estableció diferencias abismales entre el valor oficial del dólar y su valor en el mercado paralelo, de modo que cada dólar que nos donaban se multiplicaba cientos de veces al transformarlos en recursos internos.
Pero, con mucho, el financiamiento de la política partidista en Chile se ha efectuado con el saqueo de los recursos públicos que han practicado, sin tasa ni medida, los partidos que están en el gobierno de turno. Los métodos son varios y van desde el acomodo de sus operadores en puestos públicos que no desempeñan hasta simples rapiñas en los presupuestos asignados a una infinidad de empresas y reparticiones públicas. Para mi conocimiento de esas formas dispuse de puntos de observación verdaderamente privilegiados. Voy a referirme solamente a dos de ellos. Durante nuestra lucha contra el gobierno de la UP, creamos un sistema de inteligencia manejado profesionalmente por un ex militar experto en la materia. Sus informes diarios llegaron a ser legendarios entre nosotros y, a pesar de que muchas veces se referían a meterías que contingentemente no nos interesaban. Repetidamente consignaban irregularidades de todo tipo entre las cuales abundaban las formas en que los partidos más extremos de Chile saqueaban los recursos del estado, para posibilitar la organización de acciones violentistas en que no se excluían ni siquiera la compra de armas para milicias populares.
El otro caso emblemático es el del robo comunista del depósito de veinte millones de francos suizos que existía en la sucursal de Londres del Banco de Cuba y que, verdaderamente, merece un relato minucioso que no cabe en el espacio de esta reflexión. Los detalles de esa descomunal operación de robo de recursos públicos los conocí a través de una intervención profesional que se generó en el propio Fidel Castro y cuyo relato parece el de una novela de política ficción. Con todo, me comprometo, aquí y ahora, a compartirlo en alguna reflexión futura, así como haré con las confidencias de dos personeros protagonistas de esos financiamientos delictivos a los que posteriormente conocí en circunstancias también bastante singulares.
Con lo señalado, he pretendido presentar mis credenciales para referirme autorizadamente al tema del saqueo del estado por parte de los partidos políticos, principalmente de los que fueron parte del gobierno de la UP. Supongo que ello me da derecho a la comprensión de la ira y repugnancia que me provocan tanto esas acciones como la hipocresía con que se tratan cuando, por alguna circunstancia especial, una que otra termina siendo imposible de ocultar a la opinión pública. Es entonces cuando estallan las histéricas bacanales de supuesta indignación, en que usualmente los que más gritan son precisamente aquellos más estigmatizados por los vicios que ahora condenan. Las alharacas en torno al ministro Cruz, en la época del gobierno de don Ricardo Lagos, y del caso Penta, durante el gobierno de doña Michel Bachelet, son buenos ejemplos de ello. En realidad, la única culpa real de las víctimas en esos casos fue el de haber sido los últimos en ser sorprendidos en prácticas ancestrales.
En todo caso, esos verdaderos festivales públicos de hipocresía han servido para que, por fin, comiencen a tomarse algunas tímidas medidas para trasparentar el financiamiento de las campañas políticas. Llegan con doscientos años de atraso, pero algo es algo, aunque creo que son apenas la punta de un inmenso iceberg. Por ejemplo, si bien no sé nada de un financiamiento irregular efectuado en Codelco, sería un milagro que no lo hubiera porque solo un ingenuo podría creer que el mayor “tarro de mermelada” que existe en Chile se haya podido librar de la rapiña de los políticos en los gobiernos, como se descubrirá cuando alguien se atreva a ordenar una auditoria en ese organismo.
Cuando se llega a estar consiente de todo esto, como a mí me ha ocurrido, brota incontenible la ira contra quienes han construido la leyenda de que la desigualdad en Chile se origina en el sector privado, cuando la realidad es que es el estado el que fracasa en su deber erogatorio y malgasta la mayoría de los recursos que recibe de modo que lo que llega al beneficio popular es apenas el caudal de una acequia que comenzó siendo un río.
Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones de drásticas soluciones, porque para el pueblo que hoy tenemos es más fácil creer en lo que desea que enfrentar la realidad que teme.
Orlando Sáenz