En esta reflexión me propongo algo muy difícil y ambicioso, como es contestar, con razonable grado de seguridad, a la pregunta que, consciente o inconscientemente, hoy nos hacemos todos los chilenos: ¿y ahora, qué? Para ese intento utilizaré tres instrumentos distintos: una tesis sobre el poder anticipador de la historia, un conjunto de datos que provienen de la observación de lo ya ocurrido y, finalmente, un conjunto de factores culturales que definen características particulares del pueblo chileno.
En lo que se refiere a la tesis, quien haya leído mi artículo “La Historia ¿para qué?” conoce las sólidas razones por las que creo que el estudio de lo ocurrido en el pasado es lo único que permite, hasta cierto punto, predecir el futuro. La única constante en los pocos milenios de que existe un registro histórico es la conformación psíquica y mental del ser humano, de modo que el estudiar cómo ha reaccionado ante determinadas problemáticas permite predecir cómo reaccionará ante situaciones semejantes. De ese modo, la búsqueda histórica de escenarios pasados se convierte en la bola de cristal eficaz para entrever el futuro.
Por ese procedimiento, se encuentra con rapidez una importante clave: a la crisis de un sistema libertario sigue, infaliblemente, un régimen autoritario y con frecuencia totalitario. Los ejemplos de lo señalado sobran, pero no está de más recordar que a la crisis de la República de Weimar siguió la dictadura de Hitler, que a la crisis de la primera República Francesa siguió la dictadura de Napoleón, que a la crisis de la República Española siguió la dictadura de Franco y – mucho más próxima a nosotros – que a la crisis de la democracia chilena durante el gobierno de Allende siguió la dictadura de Pinochet.
Ahora bien, si lo que se puede predecir con toda seguridad es que la actual democracia chilena, si se colapsa por efecto de la asonada de que ha sido objeto, será reemplazada por un régimen autoritario, lo que la historia no ayuda a predecir es el signo que ese autoritarismo tendrá. Y ello porque depende de algo mucho más volátil y escondido, como es la orientación ideológica del líder que emergerá para aprovechar el colapso del régimen anterior. En eso la historia es ambigua, porque, si Franco, Hitler, Napoleón y Pinochet determinaron un autoritarismo definible como reaccionario, Fidel Castro, Lenin, Mao y Chávez lo determinaron hacia un socialismo a menudo extremo.
El otro escenario posible reiterado por la experiencia histórica es el del régimen que resiste el ataque premeditado y, aunque muy debilitado, gana tiempo para recuperarse. Es todavía más históricamente frecuente, pues los conatos revolucionarios fracasados se encuentran por docenas en todas las regiones del mundo y especialmente en América Latina. Para no fatigar con las evocaciones, basta recordar al régimen comunista de Cuba superando lo de Bahía Cochinos, al régimen democrático de Ecuador superando los complots de Rafael Correa y al régimen bolivariano de Venezuela sobreviviendo al desafío de Juan Guaidó. En esos casos, el devenir futuro depende decididamente de la forma en que el régimen sobreviviente ocupa el tiempo que ha ganado. Si, con pulso firme, corrige los factores que le prestaron apoyo popular a la asonada y se preocupa de desmantelar eficazmente a los grupos organizados que la detonaron, entonces existe la opción de salvar al régimen para evolucionarlo ordenadamente. Pero, sí en el tiempo ganado ignora las aspiraciones populares que le prestaron apoyo a la asonada y deja incólumes a los grupos, facciones o partidos organizados que la utilizaron para sus propios fines, entonces la crisis reaparecerá y lo ocurrido será solo el primer paso hacia la destrucción.
En lo que respecta a los datos que, en el caso que nos ocupa, ya han sido entregados por lo ocurrido, es necesario asumir lo siguiente:
El gobierno democrático del Presidente Piñera ha sufrido un poderoso y perfectamente planificado esfuerzo para desestabilizarlo, el que ha contado con un apoyo popular enorme porque logró detonar un malestar social de larga data y sobradamente justificado. Ese malestar social, no obstante, se acumuló en un largo periodo de tiempo, pero su estallido se posibilitó con la ayuda de errores e inseguridades del actual gobierno y ello a pesar de ser mínimamente culpable de las situaciones de fondo que lo motivaban.
El gobierno sobrevive terriblemente debilitado, con escaso apoyo político y casi carente de un liderazgo enérgico. Pese a su inercia y confusión, el gobierno se ha aferrado a dos reacciones riesgosas pero atendibles: comprender, aceptar y empeñarse en corregir los factores de fondo que factibilizaron el masivo apoyo de quienes buscan solucionarlos pero sin intenciones de abandonar el modelo democrático que nos rige; utilizar en la menor medida posible el poder represivo del estado de modo de traspasar a la ciudadanía bien intencionada el mensaje de que respeta su derecho a expresarse.
Las manifestaciones sociales alcanzaron proyecciones y transversalidad como nunca antes en la historia del país. Pero hay que evitar que esa multicidad conduzca a conclusiones equivocadas, porque lo que tuvieron de tamaño no lo tuvieron de uniformidad de propósitos. Ello porque entre los protagonistas se distinguen claramente muy diferentes estratos. El mayor lo formaron quienes se movilizan tras reivindicaciones materiales conocidas (pensiones, costos, calidad de la salud y la educación, control de la delincuencia, etc.) Otro fue el sector que buscaba un cambio de gobierno y cuyo lema fue “que se vaya Piñera”. Otro grupo fue el que planificó la asonada y cuyo objetivo es el cambio del régimen democrático. Todavía otro es el del lumpen que, no importa cuál sea la convocatoria, encuentra en toda manifestación el escenario de saqueo y de destrucción que vocacionalmente lo mueve. Y finalmente, existió el grupo, nada de despreciable, de los frívolos que marcharon a divertirse, a bailar o a observar lo que les pareció una fiesta. De ello se concluye que un buen plan de sobrevivencia tendrá que utilizar diferentes tratamientos para devolver la racionalidad a estos distintos sectores.
La magnitud, reiteración, violencia, transversalidad y la generalización geográfica de las manifestaciones sociales han sido con creces capaces de provocar reacciones ya tangibles que van a ser importantísimas en los eventos del porvenir. Desde luego, la angustia temerosa ante un posible caos afecta ya a todo el sector que se ha dado en llamar la “mayoría silenciosa”. Desde luego, la vocación democrática de la mayor parte del espectro político que aprecia, por sobre todas las cosas, la institucionalidad republicana. La forma que adopte la movilización progresiva de la “mayoría silenciosa” y la articulación de un polo democrático que supere el actual ordenamiento izquierda – derecha u oficialismo – oposición ciertamente que serán determinantes en el desenlace de la asonada.
Todavía falta enumerar los rasgos culturales del pueblo chileno que incidirán con fuerza en el desenlace del conflicto. Chile es el país latinoamericano donde el ideal democrático es parte integral de la identidad nacional. Ley y orden han sido el norte del país durante toda su existencia y, si tiene tiempo para manifestarse, lo hará con imbatible fuerza. Chile es casi el único país de la región donde las instituciones son mucho más fuertes que los caudillismos. Chile, también, es el máximo ejemplo de cómo se puede avanzar espectacularmente con libertad democrática y economía de mercado. Estos factores también serán determinantes, como lo han sido en difíciles situaciones pasadas.
Con esto, he llegado al punto de sopesar todos los antecedentes anteriores y adelantar, sobre sólidas bases, un pronóstico de lo que va a ocurrir.
En una primera instancia, el sistema democrático va a lograr superar provisoriamente la crisis en base a varios de los factores señalados. Su mayor peligro, de allí en adelante, será el de la imposibilidad material, institucional y de desgaste político para cumplir con una parte sustancial de las demandas legítimas que pudiera haber en la masa amorfa que ha protagonizado los incidentes. Se lanzará, casi a ciegas, a un populismo desordenado que, al carecer de interlocutor válido, en definitiva será inútil. Muchas de las demandas tienen su gestación en situaciones tan de fondo que, en el mejor de los casos, ocupan largos periodos de tiempo para solucionarse, como es el caso de la salud y la educación. Para peor, en el corto plazo la situación general del pueblo chileno empeorará ostensiblemente, en razón a la destrucción provocada, a la crisis inevitable de la inversión y el emprendimiento y a los efectos inflacionarios que inexorablemente provocará la devaluación de nuestra moneda y de las calificaciones de riesgo del país. En términos cortos, la velocidad de las posibles mejoras no se condice en modo alguno con la urgencia de las demandas.
Si a eso se agrega la carencia de un liderazgo sólido, el diagnostico de largo plazo no es otro que el colapso terminal de la prematuramente avejentada democracia chilena. Lamentablemente, nuestro querido país avanza decididamente hacia una dictadura que llegará en un futuro nada de lejano. Y ello porque las dictaduras se colapsan por abusos de poder y las democracias se mueren por abusos de derechos.
Orlando Sáenz