Justicia y criterio

Tuve un tío Ministro de la Corte Suprema y luego Senador Designado con el que solía sostener inolvidables charlas, buena parte de ellas centrada en los distintos conceptos de lo que era la justicia.  Siempre terminábamos en que nuestras divergencias provenían de que, mientras yo hablaba de Justicia, él hablaba de administrar justicia, entendiendo por tal el sistema judicial cuyo único objetivo de perfección era la fiel y correcta aplicación de las leyes.  Por ese camino, el me demostraba cumplidamente que gran parte de las imperfecciones que se le achacaban a la judiciatura tenían su origen en las imperfecciones de las leyes que ésta tenía la obligación de aplicar, de modo que en definitiva se trataba de críticas injustas.

 

Muchas veces he meditado sobre ese concepto de que las leyes dictadas por los otros poderes del estado con frecuencia obligan a la justicia a ignorar la Justicia, entendida ésta como la que emana del código ético que, impreso en el alma humana, es el sello de identidad de la especie.  Llegado al extremo, ese concepto también anularía al buen criterio y haría de la justicia un simple mecanismo de ciega aplicación de disposiciones legales y, por lo tanto, llegaríamos al convencimiento de que falta poco para que el avance tecnológico pudiera reemplazar, con grandes ventajas de economía, rapidez y eficiencia, a todo el aparato judicial por una buena computadora bien programada.

Pero ¿es cierto que la ley reemplaza también al sentido común? O, dicho de otro modo ¿cuál es el espacio que la ley le deja al buen criterio de los magistrados? He planteado esa pregunta a un buen número de abogados y ex magistrados y la respuesta siempre ha sido que ese espacio existe y es bastante amplio.  Pero, si así fuera, bastaría observar la realidad diaria para descalificar a gran parte de la judiciatura chilena, porque los fallos carentes de sentido común son más que los que conforman al entendimiento.

 

Cada vez que un juez deja en libertad, por un tecnicismo, a un delincuente con un prontuario impresionante, está cometiendo un descriterio y condenando a honrados ciudadanos a sufrir despojos, agresiones, o incluso asesinatos por parte de quien es obviamente un peligro para la sociedad.  Cada vez que la justicia procesa a un ex militar recurriendo a la absurda suposición de un secuestro permanente a raíz de una detención ocurrida hace varios decenios, está burlándose del sentido común y plantando las semillas de un resentimiento que algún día volverá a ensangrentar a Chile.  Cada vez que la magistratura paraliza un emprendimiento en ejecución por alguna anomalía en la interminable serie de no regulados tramites que hoy hay que cumplir para poner en marcha cualquier iniciativa creadora, está boicoteando el desarrollo del país para darles el gusto a los profesionales del descontento.  Hace algunos meses la propia Corte Suprema condenó al estado a financiar un tratamiento médico de costo estratosférico en el caso de una enfermedad no incluida en el Auge porque la Constitución garantizaba el derecho a la salud.  Es este un concepto tan amplio e indefinido que, si se tomará universalmente en serio ese fallo, podría el país verse invadido de inmigrantes enfermos con males de tratamientos de costos prohibitivos porque aquí existe un estado obligado a pagarlos y los inmigrantes tienen igualdad de derechos con los nacionales.

 

Los ejemplos evocados, que podrían multiplicarse escrutando los muchos fallos carentes de sentido común que diariamente se formulan, demuestran que nuestra justicia parece haber sacrificado el sentido común por una pedestre lectura, al pie de la letra, de disposiciones dictadas por instituciones tanto o más imperfectas que ella misma.  En otras palabras, parece  renunciar al sentido común y al uso de la inteligencia a cambio del supuesto aplauso de quienes gritan más y más fuerte.  Esa actitud trae a la memoria la bíblica renuncia a la progenitura por un plato de lentejas.

 

Cierto es que la imperfección de la condición humana siempre va a impedir que la justicia se iguale con la Justicia, pero nada impide que, usando nuestros atributos intelectuales, las acerquemos asintóticamente.  Pero el camino no pasa por la ciega lectura de disposiciones a su vez imperfectas si no que pasa por interpretarlas con buen criterio y mejor conciencia.  Por el camino pedestre que parece haber elegido, corre el riesgo de convertirse en el peor obstáculo para combatir a la delincuencia, en el máximo exponente de profundas injusticias y en la mayor amenaza para el desarrollo nacional, que es lo único que puede satisfacer las ansias de mejores condiciones de vida para todos.

 

Y lo más lamentable es que, en la mala ejecución de una pequeña justicia, nuestra judiciatura le quita tiempo y energía a la más noble de sus posibles tareas, que es la de proponer un sistema punitivo que subsane, de alguna manera, el evidente y sonado fracaso del que impera.  No hay nadie más preparada ni más informada que ella para tal tarea.  Es inverosímil pensar que existe alguien que no advierta que nuestro sistema carcelario es una escuela de mayor delincuencia y para nada cumple con el papel rehabilitador que se le supone.  Y ello porque es evidente que el encierro con ociosidad, vicio y hacinamiento es lo absolutamente contrario a ese supuesto propósito.  Y que no se diga que el sistema de punición redentora es imposible de implementar, porque existen las poderosas fuerzas del trabajo, del deporte, del arte, de la artesanía que sí son capaces, debidamente administradas, de estructurar un sistema que castigue reconstruyendo.  Ese diseño sí que es tarea para un imprescindible poder del estado.  Claro que, para ello, se necesita otra calidad de magistrados, una que comprenda que la justicia no es enemiga del buen criterio si no que éste es condición de aquella. 

 

Orlando Sáenz R.