La abdicación

El ocaso de la hegemonía mundial de Estados Unidos es ya demasiado evidente como para siquiera ponerlo en duda.  Sigue siendo el país más poderoso del mundo, si de potencia económica y capacidad bélica se trata, pero ya no es el líder de todas las naciones que optan por la democracia como sistema político y por la libre iniciativa y el comercio global como motores económicos, y que son los que cubren el mundo entero con pocas e irrelevantes excepciones.  La pérdida hegemonía estadounidense se basaba en su calidad de paladín y bastión de esos conceptos y en una serie de alianzas políticas con determinados países estratégicamente situados en todas las regiones del mundo.  Basta constatar eso para comprender que su hegemonía no podía sobrevivir al extraordinario cambio de la política exterior del país del norte bajo la presidencia de Donald Trump.  Y ello porque, para sostener esa hegemonía mundial construida sobre esas bases, se requieren profundas convicciones ideológicas y éticas que, a la hora de la acción, se trasforman en un comportamiento consecuente.  No se necesita recurrir a adjetivizaciones que pudieran parecer peyorativas para explicar por qué nada de eso puede buscarse en el actual Presidente de los Estados Unidos.

 

Si el final de esa hegemonía no está en discusión, sí lo están sus causas y la ubicación temporal de ese colapso.  ¿Es la personalidad de Trump su única causa? ¿Es su mandato la data de su ocurrencia?  Hasta hace unas cuantas semanas habría tendido a contestar afirmativamente a ambos interrogantes, pero una mayor meditación y unas cuantas lecturas refrescantes de la memoria me han hecho ver que, ya antes de Trump, se produjeron en Estados Unidos cambios de perspectivas que, transformadas en acciones y decisiones indecisas, prepararon el terreno para el tiro de gracia del actual presidente.

 

La hegemonía mundial estadounidense se convirtió en realidad plena con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética, o sea a fines de los años 80’s.  Eso despejaba de tal manera el campo para el imperio mundial de las estructuras políticas y económicas que Estados Unidos personificaba, que hasta hubo historiadores y politólogos que postulaban que, si la historia era la confrontación de poderes y conceptos, la historia había terminado.

 

Con ese cambio trascendental, el mundo entero entró en lo que alguien acertadamente llamó “el mundo unipolar” en que, por primera vez en muchos años, solo existía una súper potencia.  Y, durante todo el último decenio del siglo XX, Estados Unidos fue la “nación indispensable” como alguien la llamó, porque lo tenía todo para darle al mundo la paz y la prosperidad que necesitaba para curar tantas heridas y reparar tantas inequidades.  Era la “pax americana” que tenía que retroceder muchos siglos para encontrar parangón en la “pax romana” que Augusto le regaló al mundo de su época.

 

Pero ya al despuntar el siglo XXI ese esperanzador panorama comenzó a diluirse por la irrupción de otras potencias capaces de señorear en significativas áreas de influencia potencialmente enemigas, como fueron Rusia y China.  Y sucede que en ambas emergencias tuvieron incidencia errores conceptuales graves de la Casa Blanca.

 

En el caso de Rusia, se cometió el error de darle trato de derrotada tras la caída de la URSS y empujar a la OTAN y a la Unión Europea para irrumpir impetuosamente en el ámbito geográfico que había estado incluido en la llamada órbita soviética.  Con ese proceder, completamente opuesto a la forma en que Estados Unidos trató a Alemania y a Japón al terminar la Segunda Guerra Mundial, se desperdició la oportunidad de tener a una Rusia democrática y amiga y se pavimentó el camino para que llegaran al poder quienes supieron despertar el sentimiento nacionalista y la voluntad imperial que son la esencia del pueblo ruso.  ¿Es que en la Casa Blanca nunca hubo nadie que hubiera oído hablar de la Tercera Roma o saber que Rusia nació en Ucrania?  Si hay alguna forma segura de poner de pie a una Rusia autoritaria, orgullosa y agresiva es la de despreciarla, humillarla y poner el pie en su espacio vital histórico.  Y lo que ocurrió fue que en ese decenio del desperdicio el aparato de la ex KGV se apoderó del sistema económico y llegó Putin a comenzar la construcción de la nueva autocracia con fuerte apoyo popular.

 

En el caso de China, los errores conceptuales han sido todavía peores.  Pareciera que a los gobiernos norteamericanos les tomó décadas comprender que el cambio de rumbos que inició Deng Xiaoping en relación a la era de Mao Zedong era tan profundo como para dejar en el pasado el fanatismo marxista agresivo de esa etapa.  Hace ya mucho tiempo que China dejó de ser la exportadora de revoluciones marxistas respaldadas por hordas militares a la antigua y se convirtió en una súper potencia cuya principal arma es su inmenso potencial poblacional convertido en consumidor.  Si China alcanza un grado de desarrollo suficiente para convertir a su propia población en consumidora, habrá creado un motor de desarrollo como no ha conocido nunca la humanidad y entonces su poderío económico le entregara, por añadidura, una hegemonía universal.  Para la pragmática China actual, el mejor escenario es la paz mundial, el comercio libre y globalizado y un sistema financiero estable y muy ágil.  Aprendió la lección del colapso de la URSS y jamás va a entrar en una carrera de gasto armamentista con Estados Unidos, porque sabe que, tal como están las cosas, hoy día la perdería.  Prefiere, por mucho, invertir sus recursos en crecimiento productivo, en compras inteligentes en el extranjero y en el apoyo de sus influencias geopolíticas.  En otras palabras, China hizo del orden mundial creado por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial su propio camino hacia la supremacía, y, en eso, parece que Donald Trump es el primer presidente que ha reparado, con su visión de empresario, que no enfrenta a un enemigo si no que a un competidor.  Por eso la guerra comercial podrá tener treguas, pero no cesará, porque su único objetivo es frenar el crecimiento de China.

 

Pero si los gobiernos norteamericanos han sido cómplices involuntarios del surgimiento de sus dos grandes rivales, han sido agentes activos de su aceleración a través de equivocadas acciones positivas.  Han sido varias, pero ninguna tan importante como la de invadir Irak, que merece un puesto de honor en el listado de trascendentes decisiones desastrosas que Barbara Tuchman registró en su libro “La Marcha de la Locura”.  Y ello porque, en primer lugar, para justificarla el gobierno de Washington tuvo que inventar un pretexto (el control de armas de destrucción masiva por parte de un tirano dispuesto a utilizarlas) que, al demostrarse mentiroso, dañó gravemente la credibilidad del país ante la opinión pública mundial y, más grave aún, ante gobiernos aliados que lo habían acompañado de muy mala gana en esa aventura.  En segundo lugar, porque si había un sitio en que una intervención foránea no podía dejar de exacerbar todos los conflictos étnicos y religiosos que centenariamente convulsionan al universo del Islam, ese era precisamente Irak (¿es que nunca alguien de la Casa Blanca siquiera hojeó una historia del Islam?), al punto de que ésta fue el origen de una especie de guerra de civilizaciones que ha derivado en el terrorismo internacional.  En tercer lugar, porque, luego de abatir al gobierno de Husein, se procedió a desarticular todo el aparato administrativo y militar del país dejándolo incapacitado para controlar mínimamente la situación que a continuación se produjo.  En cuarto lugar, porque las fuerzas norteamericanas, siempre insuficientes, se han quedado estancadas en un desgastante y mortal conflicto que no tiene salida honrosa ni posibilidades de triunfo.  En quinto lugar, porque los únicos favorecidos con la aventura han sido los nuevos controladores del petróleo iraquí y los contratistas de todo tipo que, en un campo propicio para la corrupción más desatada, llevan años haciendo su agosto.  

 

Más allá del colosal error que fue la invasión de Irak y sus consecuencias, son muchos otros los actos de las últimas administraciones norteamericanas que han colaborado eficazmente con la destrucción de su hegemonía.  La intervención ambigua en Siria, el resurgimiento de la Guerra Civil en Afganistán, el desahucio de muchos convenios internacionales (la administración de George W. Bush desahució más de estos convenios que cualquier gobierno anterior), etc., terminaron de preparar el escenario para que Donald Trump culminara el derrumbe de la preeminencia norteamericana con su ostensible alejamiento de los tradicionales aliados de Washington, con la sola excepción de Israel que es lo que le ha costado enajenarse toda la influencia que alguna vez tuvo en el Próximo Oriente.  

 

Considerando todo lo señalado, he llegado a la conclusión de que Donald Trump debe ser exonerado del generalizado cargo de ser el único responsable del derrumbe del imperio americano y de ser, además, quien le puso fecha.  Eso no evita que sea el cumplido protagonista de su sepelio, pero es evidente que el occiso recibió numerosas y profundas heridas auto infringidas antes de fallecer.  Y, porque eso es así, la muerte tiene más de abdicación que de derrota.  Pero sea lo que sea, el derrumbe lanzó al mundo a una época de inseguridad e incertidumbre como la que siempre ha sucedido a los derrumbes imperiales.  Por otra parte, hemos entrado ya en una nueva Guerra Fría, extraña, sorda y cuyas armas y campos de batalla son otros que los del pasado, pero cuyas consecuencias nos afectarán a todos.

 

Pero, como quiera que sea, la caída de un imperio, pese a tener un largo historial en el tiempo, es un acontecimiento cósmico y siempre muy complejo, de modo que son muchas las reflexiones complementarias a ésta que conviene hacerse y espero tener tiempo para profundizarlas.  Las caídas por abdicación y no por derrota son mucho más raras, de modo que tenemos que retroceder casi medio milenio, hasta Carlos V, para encontrar un parangón a la de hoy.  Tal vez aquella nos sirva para vislumbrar lo que puede ocurrir después.

 

Orlando Sáenz