El movimiento militar que el 11 de septiembre de 1973 derrocó al gobierno del Presidente Salvador Allende, ocurrió un día martes. El día sábado 15 de
septiembre, o sea cuatro días después, me incorporé al nuevo gobierno en calidad de asesor económico en circunstancias bastante singulares. A las siete de la mañana de ese día, en que
imperaba un toque de queda de 24 horas, una patrulla militar me recogió en mi residencia para trasladarme al edificio del Ministerio de Defensa, frente a la Moneda y sobre la llamada Plaza
Bulnes. Allí me dejaron en un salón a donde fueron llegando otros seis colegas, todos ellos dirigentes de los gremios que habían sido protagonistas del gran paro de octubre de 1972 y
motores de la resistencia al régimen marxista del derrocado mandatario. Cuando los siete estuvimos juntos, se nos hizo pasar a otro salón donde se había dispuesto una mesa con cuatro sillas
en un lado y, enfrentándola, las siete sillas en que nos acomodamos. Junto a esa mesa, se hallaba dispuesto un pequeño estrado flanqueado por un mástil con una ostentosa bandera
chilena.
Con todo así dispuesto, entraron al salón los cuatro Comandantes en Jefe de las ramas de las Fuerzas Armadas y Carabineros, a tiempo que el estrado lo ocupó el
Almirante Carvajal. Con la escena así dispuesta, ese almirante leyó un corto documento que en su esencia homenajeaba a quienes la Junta de Comandantes consideraba los verdaderos
inspiradores del nuevo gobierno, reconocimiento que se hacia en esa ceremonia privada por considerarse inconveniente hacerlo públicamente. A continuación, los siete desfilamos frente a los
cuatro comandantes y cada uno de nosotros abrazó a todos ellos al salir del salón. Yo demoré en ello un poco más porque, al abrazar al General Pinochet, este susurró en mi oído “tenemos que
juntarnos luego porque yo tengo que olvidar que usted nunca confió en mí”. Además de eso, el susurro en la oreja se repitió con el Almirante Merino, el que me dijo “no se vaya porque yo y
el Almirante Huerta tenemos que encomendarle una tarea”.
En vista de esto último, me despedí de mis colegas en el corredor de salida y me junté con ambos almirantes en una oficina en que lo único que había era un
escritorio y tres teléfonos. Allí, el Almirante Merino me encaró y me dijo: “en una reunión que usted y yo tuvimos en el verano pasado, me prometió que, si nosotros tomábamos el
gobierno, se pondría a nuestras ordenes y si le ordenábamos barrer, barrería sin chistar. Pues bien, llegó la hora, de manera que allí tiene una silla para que se haga cargo de manejar el
caos económico en que está el país. Sin eso, nuestro gobierno no tiene factibilidad. Me reportará directamente a mí y se coordinará con el Almirante Huerta que será nuestro
Canciller”. Obedecí como había prometido y, sin volver a mi casa, trabajé sin parar durante unas cinco horas para recibir informes de allí donde los pude obtener para formarme un cuadro
fidedigno de la crisis de recursos que tendría que enfrentar. Se me cayo el alma al suelo cuando concluí que solo disponíamos de US$5.000.000 millones de reserva en el Banco Central, se nos
habían cancelado todas las líneas de crédito y estábamos en mora en el cumplimiento del convenio de pago de la deuda externa que el gobierno de Allende había celebrado más de un año antes.
Para peor, todos los documentos que informaban de la situación fueron quemados antes de que las Fuerzas Armadas tomaran control de los lugares donde debían estar. El caos era de tal
magnitud que, como a las 14 horas, opté por contactar telefónicamente al Embajador Norteamericano Nathaniel Davis para resumirle la situación en una sola frase: “Si no nos ayudan de inmediato,
este gobierno no tiene ninguna posibilidad de subsistir más allá de una semana, cuando no tendremos ni siquiera harina para preparar pan”. Su lacónica respuesta fue: “Veré que puedo
hacer. Hablemos de nuevo como a las 6 pm”.
Esperé con verdadera ansiedad que el reloj marcara esa hora y, puntualmente, me llamó Nat Davis para, con igual concisión, decirme: “Empezaremos a embarcar trigo de
inmediato. Les hemos abierto una línea de crédito AAA sobre los excedentes agrícolas y puede girar sobre ella”.
Lo que he señalado en el párrafo anterior exige dos explicaciones. Mi relación con el Embajador Davis era por entonces el fruto de una política sistemática
practicada durante mi tiempo como Presidente de la SOFOFA y que consistía en un sistemático cultivo de las relaciones con un grupo de embajadores en Chile provenientes de países con gran
presencia en nuestra realidad como nación, como eran Estados Unidos, Argentina, Perú, Brasil, España, Francia y alguno más. En el caso de Davis ese cultivo se facilitó por la cercanía
física, puesto que la Embajada Norteamericana estaba situada en el edificio contiguo al de la SOFOFA y era frecuente que funcionarios de esa embajada llegaran a nuestras oficinas para intercambio
de informaciones económicas, lo que era reciproco. Por otra parte, los Excedentes Agrícolas de Estados Unidos son el nombre que se le da a los productos del agro que el gobierno americano
compra y almacena para retirar del mercado lo suficiente para darle estabilidad a sus precios y sobre ellos solo se gira cuando alguna catástrofe en el mundo provocaba la necesidad urgente de un
consumo cuya satisfacción no alteraba los precios internacionales. Según lo que posteriormente supe, el crédito AAA que se nos otorgaba no solo era muy especial si no que ocurría muy de vez
en cuando.
Así trascurrió mi primer día como servidor público y fue coronado con una anécdota ridícula que no soy capaz de callar. Cuando caía ya la noche y me dirigía a
mi casa, fui detenido por una patrulla militar que me condujo de mala manera a una comisaria cercana porque no sabía la contraseña vigente a esa hora. Menos mal que al salir del Ministerio
de Defensa había visto luz en el despacho del Almirante Huerta, de modo que, tras grandes esfuerzos, logré convencer a mis captores de que le consultaran por teléfono sobre mi persona. El
resultado fue que llegué a mi casa en medio de la fanfarrea de un vehículo militar, cuando estaba bastante asustado por lo demás. De allí en adelante, tuve buen cuidado de aprenderme la
contraseña de cada día y de tratar de desocuparme antes de que llegara la noche.
Tal fue el inicio de casi nueves meses de abrumador trabajo en que a lo menos cinco de ellos trascurrieron, sumados, en el extranjero porque yo nunca estuve en la
implementación de la política económica interna sino que mi labor fue siempre la emergencia de recursos externos creada por el caótico gobierno anterior. Por lo tanto, mi trabajo se resumió
en una interminable serie de gestiones para postergar compromisos, para refinanciar obligaciones y para abrir nuevas líneas de crédito internacionales. Mis destinos habituales eran, por
tanto, las grandes plazas financieras como Nueva York, Londres, Frankfort y Zurich, sin perjuicio de que ocasionalmente tuviera que ir a algunas menos relevantes como Paris, Madrid, Roma,
Estocolmo y Miami, etc. Sin embargo, también en ese periodo se insertaron incursiones tan relevantes como la de la Embajada ante la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York en
octubre de 1973, que derivó en la memorable reunión con el Secretario de Estado Henry Kissinger que esta relatada en mi “Aventura Norteamericana”. También en esa categoría especial
estuvieron insertos los viajes a Nairobi para asistir a la asamblea del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, que aparece relatada en mi “Aventura Kenyata” y también mis relevantes
gestiones ante los gobiernos de Brasil y Argentina que relató en mi “Aventura Argentina”.
Sin perjuicio de que yo no tenia nada que ver con la gestión económica interna, siempre permanecí atento a ella porque uno de nuestros principales objetivos era
asegurarnos de que se guiara por el famoso “Ladrillo” que habíamos preparado durante la administración anterior. Y, en ese plano, sobraron los inconvenientes porque en muchas ocasiones se
produjeron nombramientos en puestos claves del manejo económico de personas de que no tenían ningún conocimiento de dicho programa, lo que ciertamente dificultaba mucho su coherente
implementación. En ese aspecto, no puedo dejar de mencionar una anécdota de gran relevancia. En una de mis estadías en Chile, el equipo de la SOFOFA me hizo notar que no habíamos
logrado colocar en el puesto de Jefe de la Oficina de Planificación a Sergio Undurraga, quien había sido el Coordinador General de la elaboración de el “Ladrillo”, o sea del documento que
contenía el resumen del plan de política económica. El dispensador de los puestos atingentes era el Almirante Merino, al que yo tenía acceso inmediato pero al que le había solicitado tantas
cosas y tantas veces que tenía que esforzarme por no cansarlo con mis requerimientos. Buscando a alguien que pudiera hablar con él en el sentido deseado, Hernán Cubillos, el futuro
Canciller, me recomendó pedirle eso a Roberto Kelly, el que tenía un laso de amistad profunda con el Almirante y todavía era uno de los subalternos de Hernán en la administración del Grupo
Edwards. Roberto, que era un gran tipo, accedió gustoso al encargo y fue hablar con Merino con el resultado de que, cuando terminó de enfatizarle la importancia del cargo, el Almirante lo
interrumpiera para decirle: “Me has convencido. Mañana asúmelo”. De esa extraordinaria manera se situó en ese cargo clave una persona que en absoluto conocía el programa, pese a que
puso la mayor voluntad para ejercerlo con propiedad y aprendió tanto en ese periodo que en años posteriores llegó a ocupar altos cargos en el aparato económico que desempeñó con gran eficacia.
Ese tipo de incidentes fue desdibujando la gestión económica hasta que permitió el empoderamiento de los llamados “Chicago Boys” que impusieron el famoso “tratamiento de choque” que
nosotros habíamos desechado por su tremendo costo social. La lentitud en frenar la inflación por la vía del gradualismo, terminó por impacientar a los militares y por eso se terminó el
proyecto de el “Ladrillo” y se entró en la época muy dura que caracterizó Sergio de Castro.
Otra fuente de disgustos se debió a los nombramientos de embajadores. Mi gestión económica me exigía embajadores preparados en determinados lugares críticos,
como eran Argentina, Brasil, Estados Unidos, el Reino Unido y Suiza, Francia y Bruselas, que era donde se concentraban los problemas financieros del país. Mi vecino inmediato en la Moneda
era el Almirante Ismael Huerta, por entonces Ministro de Relaciones Exteriores y prácticamente me veía a diario con él cuando yo estaba en Chile. Me quedé de una pieza cuando me enteró que
él había aceptado el cardo con el compromiso de no participar en la designación de embajadores, lo que era francamente aberrante, y me costó muchísimo convencerlo de que en algunos casos
discutiera las disparatadas designaciones que le dictaba la Junta de Gobierno. Fue tal esa dificultad que lo único que logré fue que se nombrara embajador en Argentina a un diplomático de
carrera y que en Brasil asumiera como embajador el Almirante don Hernán Cubillos, padre del futuro Canciller y ex Comandante en jefe de la Armada, que ciertamente termino siendo un valiosísimo
apoyo para mi tarea en dicho país. Un tercer frente, el más controvertido, fue el de los Derechos Humanos cuando la acción represiva afectó las relaciones con países que eran muy
importantes para mi gestión económica. Especialmente grave fue el temprano incidente con Estados Unidos, producto de la inexcusable muerte de dos muchachos norteamericanos que habían sido
apresados por sus vínculos con la extrema izquierda chilena y que fueron asesinados luego de estar relegados algunos días en el Estadio Nacional. Eso me provocó una seria advertencia del
Embajador Davis que tuvo que exponer su propia gestión para calmar la ira de la propia Casa Blanca. Estoy convencido de que ese incidente provocó, durante muchos años, el notable desapego
de los norteamericanos en relación al gobierno militar chileno y, en particular, hacia el propio General Pinochet.
Todas esas cuestiones fueron desgastando mi relación con el régimen y me decidieron, finalmente, a abandonar mi colaboración aprovechando el fin de mi mandato en la
SOFOFA y así fue como en junio de 1974, me convertí en un ciudadano como cualquier otro con la diferencia de que comencé a criticar públicamente algunos aspectos del gobierno hasta el límite de
mi discreción, cosa que hice mediante columnas regulares en publicaciones que todavía podían circular en el país. Con esa renuncia, puse fin a un periodo de trabajo intensísimo y muy
desgastador, pero al mismo tiempo muy fascinante. Durante él tuve grandes satisfacciones, pero también sufrí ondas desilusiones.
Cuando, un viernes en la tarde, salí de la Moneda por ultima vez, recuerdo que me paré a meditar en que en los últimos cuatro años había vivido experiencias como
para llenar una vida y que todo lo que tenía era una casa, un automóvil y una escuálida cuenta de ahorros, y ello porque había renunciado a mi sueldo en el gobierno para donarlo a obras
sociales. Pero, si me asaltó un momentáneo desaliento, la seguridad volvió en cuanto me palpé el bolsillo derecho de mi chaqueta. Allí había una libretita negra en que estaban los
nombres y teléfonos de muchas decenas de personajes – claves de Chile y de una buena cantidad de países extranjeros. El acceso a esos personajes llenó mi vida en los años que siguieron y me
pude ganar la vida con holgura proponiéndoles cosas sensatas a algunos de ellos.
Orlando Sáenz Rojas