Mis vínculos con el Perú son muy antiguos y muy hondos. La primera vez que fui a ese país ocurrió en 1954 cuando, siendo Secretario General de
la FEUC (Federación de Estudiantes de la Universidad Católica), presidí una delegación de estudiantes que viajó a Lima para un encuentro programado por la Universidad Católica local.
Durante ese viaje, hice allí amigos que me han acompañado durante toda la vida, en particular los miembros de una familia apellidada Barandiaran.
Sin embargo, como estas narraciones no tienen objeto turístico ni personal, califico como aventura solamente aquel memorable viaje en que fui, en
calidad de Presidente de AILA (Asociación de Industriales Latinoamericanos) a exigir, hasta donde fuera posible, el derecho a regresar a su patria del entonces presidente de la Sociedad de
Industrias del Perú, que había sido desterrado de su patria por el régimen militar presidido por el General Juan Velasco Alvarado. Yo entonces era Presidente de la SOFOFA (Sociedad de
Fomento Fabril) y mi colega peruano era Raimundo Duarte, que admiraba mucho nuestro combate con el gobierno de Salvador Allende en Chile, y venía con frecuencia a nuestro país y se entusiasmaba
con aplicar en su patria estrategias similares a las que nosotros aplicábamos en Chile. Yo siempre le decía que tuviera mucho cuidado porque su situación en Perú no era enteramente
asimilable a la nuestra. El enfrentaba a un gobierno sin frenos institucionales y de extrema izquierda, mientras que nosotros teníamos ciertos puntos de apoyo en instituciones republicanas
que seguían operando y resistiendo las arbitrariedades que podía intentar nuestro régimen. No me hizo mucho caso y las consecuencias fueron que, habiendo viajado a Ecuador para una reunión
empresarial, el gobierno peruano había dictado un decreto prohibiéndole el regreso. Ese acto era la culminación de un acoso a la propia institución que él presidia, a la que se le hizo
víctima de una ley que prohibía el uso de la palabra “nacional” a toda institución que no fuera del estado. Esa ridícula ley obligó a que la Sociedad Nacional de Industrias tuviera que
llamarse solo Sociedad de Industrias, la que era la versión local de la SOFOFA chilena.
Al conocer el exilio de Duarte, cité a una reunión extraordinaria del Consejo de AILA en su sede de Montevideo y se acordó comisionarme para que
fuera a Lima a exigir la derogación de la inicua medida. Cuando llegue allí, el Presidente Velasco Alvarado estaba convaleciendo de la amputación de una pierna producto de una dolencia
diabética, de modo que estaba recluido en un hospital y lo reemplazaba como Presidente Provisional el General Francisco Morales Bermudez. Fue éste el que me recibió en el Palacio Pizarro
con mucha urbanidad y moderación, de modo que nunca se violentó y ofreció volver a examinar el fundamento de la expulsión de Duarte para ver si se podía reconsiderar. Yo no podía pedir nada
más, de modo que regresé a mi hotel y comencé a preparar mi regreso a Chile. Pero, en la mañana del día siguiente, me recogió una patrulla militar y me llevó al hospital donde yacía Velasco
Alvarado. Lo vi acostado en una cama, ya al parecer bastante repuesto y, sin dejarme decir nada, se limitó a exclamar: “Mire señor, no se deje engañar por expresiones de buena
crianza. El Sr. Duarte no volverá a pisar el Perú mientras yo gobierne”. Luego, con un gesto, me despachó de regreso a mi hotel y esta vez tomando un taxi. La consecuencia fue
que Duarte no pudo regresar al Perú hasta que un golpe de estado depuso a Velasco y dejó al General Morales Bermudez como Presidente en propiedad.
En esa estadía yo me había quedado en el Hotel Crillón, que estaba sobre la Avenida Tacna y en el que ocupaba el penthouse un personaje
verdaderamente legendario. Se trataba de un joven que, desde manejar un camión que hacia traslados para compañías pesqueras en Chimbote, había escalado hasta convertirse en “el rey de la
harina de pescado”, llegando a ser el mayor exportador del mundo de ese producto. Era soltero, se llamaba Banchero Rossi y sufría la enorme presión del régimen por el deseo de expropiarle
toda su empresa. Por entonces, Lima hervía de rumores sobre la pugna entre él y el Ministro de Pesquería que era un general de apellido Tantaleán. Esa tensión terminó con el asesinato
de Banchero por el que se culpó a una supuesta secretaria – amante, pero que obviamente se trató de un crimen de Estado. En una ocasión tuve la oportunidad de conversar brevemente con
Banchero cuando, una tarde regresaba al hotel y yo me encontraba esperando a un amigo en el lobby. Ni que decir tiene que devoré el libro “El caso Banchero” que hizo escribir su familia
para tratar de narrar la verdadera historia de cómo mataron a su miembro cuando estaba en una casa en la playa.
A principios de 1974 fui a Lima, como funcionario del gobierno chileno, a un coloquio internacional. Estando allí, me invitó a comer a su casa
el Sr. Luis Miró Quesada, que por entonces era el dueño y director del Diario El Comercio, el más antiguo e influyente del Perú. Cuando los de la Embajada de Chile supieron de la
invitación, me advirtieron que tuviera sumo cuidado porque mi anfitrión era famoso por su enorme curriculum público y privado y por su profundo odio a Chile, de modo que la invitación bien
pudiera ser el pretexto para un ataque de opinión pública. Recuerdo esa comida, a la que me acompañó el encargado de negocios, y que considero digna de relato porque terminó en una
situación bastante cómica y demostrativa de la sutileza de ese anciano diseñada para molestar. Con cortesía exquisita, llevo la conversación hacia su supuesta admiración por el talento de
los chilenos, que ejemplarizaba en el arte oratorio de un “diputadito chileno” de cuyo nombre no se acordaba. Después de nombrarle una cantidad grande de políticos chilenos que yo tenía
como buenos oradores, ninguno se atenía a su recuerdo, de modo que, algo impaciente, yo le pregunté cuando había escuchado el discurso del chileno que tanto lo había impresionado. Poniendo
cara de recordatorio, me dijo: “¡Déjeme ver!, fue cuando yo era Canciller, por allá por 1918”. Con esa asombrosa respuesta no demoramos mucho en identificar al admirado orador, que no era
otro que Don Arturo Alessandri Palma, dos veces Presidente de Chile. En suma, el teatro que armó ese nonagenario era para tratar de “diputadito” a una de las personalidades políticas más
importantes y famosas de Chile. Yo, por mi parte, como quedé muy “picado” lamenté que en nuestra historia chilena no hubiéramos tenido nunca un episodio como el duelo a sable que
había protagonizado en la terraza de un edificio de Lima el que fuera después el Presidente Fernando Belaúnde Terry cuando se desafió con otro diputado colega. Parece que eso convenció a
Don Luis que no era una buena idea recordar episodios ridículos de nuestra historia latinoamericana.
Sin embargo, el último acto de esta aventura peruana ocurrió en Santiago. Al regresar de uno de los febriles viajes de mi periodo como
funcionario de gobierno, me encontré con un recado urgente del Embajador del Perú en Chile, al que le urgía plantearme un delicado problema. Por supuesto que esa misma tarde, de regreso a
mi casa, hice escala en su embajada para atender a su pedido. Éramos buenos amigos y creo que eso determinó que me escogiera para plantearme el problema que tenía y que no era otro que el
pedido de agreement de nuestro gobierno para nombrar embajador en Lima a un General de Ejército en retiro al que le llamaban “el Macho”. Como yo no sabía quién era él y no tenía nada que
ver con los nombramientos diplomáticos, me quedé sorprendido cuando el embajador me planteo el problema de que su gobierno rechazaría conceder ese agreement, porque el tal general chileno había
protagonizado una riña publica en Washington cuando, años atrás, era Agregado Militar y de resultas de ella lo habían detenido a él y al agregado militar peruano de su embajada. Yo,
un tanto exasperado, le dije al embajador: “¡No me diga que su gobierno rechaza este nombramiento por una riña entre borrachos ocurriera en Washington hace muchos años!”. Su respuesta me
dejó helado: “Es que nuestro agregado se llamaba Luis Velasco Alvarado y ahora es Presidente del Perú”.
Ciertamente que, a primera hora del siguiente día, me plante en el despacho del Canciller Almirante Ismael Huerta, y le pregunté si él sabía que el
embajador previsto para el Perú era alguien que se había agarrado a puñetes con el actual Presidente de nuestro país vecino. Se puso pálido cuando yo le referí mi conversación con el
embajador del día anterior, a lo que siguió una invitación para que lo acompañara de inmediato al Diego Portales para poner esto en conocimiento de su superior inmediato que era el
Almirante José Toribio Medina. En el despacho de este se repitió la escena con el agregado de que, mientras le contábamos atropelladamente la historia, entró casualmente el General Gustavo
Leigh, que también se horrorizó y se nos unió para invadir la oficina del General Pinochet.
“¿Sabías, Augusto, por qué le dicen “Macho” a nuestro propuesto embajador en Lima?” A esa pregunta del Almirante Merino, Pinochet contestó,
mirándonos extrañado: “Sí, le pusimos el “Macho” porque le pegó a Velasco Alvarado cuando fue agregado comercial en Washington” Y esa respuesta de nuestro Comandante en Jefe desató toda una
seguidilla de recriminaciones, girando todas en torno a “¿cómo se les puede ocurrir proponerlo de embajador si es que sabían eso?”. Cuando Pinochet se terminó de convencer que eso era un
desatino incalificable, me preguntó si yo creía que había algún camino para corregir esa tremenda “metida de pata” sin escandalo publico alguno. Por eso me comprometí a discutir el asunto
con el embajador, con la facilidad de que me daba la propuesta aceptada por el General Leigh de destinar a Lima a un General de Aviación que, si mal no recuerdo, se llamaba Max Errázuriz y
que estaba en ese momento propuesto para embajador en México, enrocándose allí con el famoso “Macho”.
Ese mismo día, en la tarde, logré un acuerdo con el embajador: sin retirar el pedido de agreement del “Macho”, enviaríamos otro pedido de agreement
para el General de Aviación en retiro Sr. Max Errázuriz y el gobierno del Perú, sin hacer ninguna observación, respondería otorgando el nuevo agreement sin mencionar retiro alguno del
primero. Y así se hizo, con lo cual se terminó la aventura con salvaguarda del estúpido orgullo de todos los seres humanos involucrados en movimientos de papeles en que los pueblos son
totalmente ajenos.