La primera aventura extranjera de mi vida ocurrió hacia 1966, cuando yo era un joven ingeniero que trabajaba en una empresa metalúrgica llamada Maestranza Cerrillos
Limitada. Me habían contratado para dirigir el taller donde se producían las estructuras metálicas que mis colegas montaban luego en terreno, pero mi patrón vio en mi algunas
características que me calificaban para los tratos internacionales de la compañía, que generalmente se referían a convenios de producción de algunos bienes de capital en que esos socios poseían
la tecnología. Así fue como me envió a Yugoeslavia para lograr un convenio para producir en Chile algunos equipos de explotación minera. La tal empresa se llamaba Energoinvest y su
sede se encontraba en la ciudad de Sarajevo. Ni que decir tiene que dicho viaje era para mí toda una aventura. Yugoeslavia era entonces un país comunista, aunque no en la órbita de la
Unión Soviética y su líder era el casi mítico Sr. Josip Broz (Tito).
Tras una escala en Belgrado, volé a Sarajevo en una línea aérea interna y ya muy preocupado con el problema del idioma porque, en el día que permanecí en la
capital, pude comprobar que ni siquiera en el hotel había angloparlantes de manera que tuve que entenderme en un precario francés que algunos hablaban allí. Por eso es que fue con gran
alivio que vi que me esperaba en el aeropuerto un señor que en perfecto castellano se apresuró a contarme que era casado con una chilena y que habían vivido algunos años en nuestro país.
Ahora trabajaba en Energoinvest y, por eso, lo habían destinado a servirme de guía y de intérprete.
En esa primera visita ya logré un acuerdo satisfactorio para el traspaso de la tecnología que buscábamos, de modo que puedo dedicar algunos párrafos a los
acontecimientos que viví en esa ocasión y en las dos visitas posteriores que realicé entre 1966 y 1970, una de ellas con mi señora.
En todas esas ocasiones me alojaron en un hotel llamado “Evropa”, muy del tipo de nuestro antiguo Crillón y que después supe había pertenecido a una familia que
entonces vivía en Chile. El hotel estaba completamente desocupado, pero con todo su personal funcionando. Una noche que me quedé a comer allí, solo había tres mesas ocupadas en el
amplio comedor: la de un desgarbado norteamericano, la de una pareja que supe era de cineastas y la mía. Se trataba, por tanto, de una comida bastante fantasmal.
A la mañana siguiente, estaba yo sentado en el lobby esperando que me recogieran para ir a la planta de Energoinvest y examinaba un libro de “trigonometría” que
había llevado para entretenerme. De repente alcé la vista para enfrentar al norteamericano del comedor de la noche anterior, el que algo perentoriamente me preguntó sobre la materia que
trataba el libro que tenía en las manos. Eso generó una conversación. “Soy ajedrecista y el año próximo seré campeón mundial”, y esa fue la despampanante afirmación con que inició el
dialogo. Se trataba, sin duda, de un personaje singular: alto, algo desgarbado, con una revista “Playboy” en la mano, un inglés bastante coloquial y, aparentemente, una ignorancia supina de
todo lo que no fuera ajedrez. Más tarde, preguntando a mí chaperón, me contó que ese “gringo” era un ajedrecista norteamericano que había sido invitado a Sarajevo para un par de
exhibiciones y ello porque venía de ganar 4 ½ a ½ a un ruso que hizo el tablero número tres de un encuentro entre Rusia y Resto del Mundo que se había efectuado recién en Belgrado. Me
tomé muy en serio el cuento porque yo había sido un sólido jugador de ajedrez en la universidad y algo conocía de la historia de los torneos mundiales de ese juego - ciencia de modo que
sabía que el derrotado por el “gringo” era nada menos que un ex campeón mundial. El nombre todavía no me decía nada, pero luego fue famoso: se llamaba Bobby Fischer y, efectivamente, un año
después era el nuevo monarca. Durante la breve conversación, me preguntó si Valparaíso estaba en Chile, cosa que le interesaba saber porque una vez, preguntándole a su madre quien había
sido su padre, ella le respondió que un marino de Valparaíso, de modo que él podría tener algo de chileno.
En esa primera visita aprendí que el slogan loatorio de la Yugoslavia de Tito era la paz de “una nación compuesta por siete republicas, tres idiomas oficiales y
cuatro religiones”, lo que muestra cuán lejos estaba ese carismático caudillo comunista de vislumbrar que su ejemplar nación estaba a unos cuantos años apenas de estallar en conflictos que
todavía no terminan, como parece ser el destino de esos belicosos países Balcánicos.
Otra cosa que aprendí fue que en Energoinvest se practicaba el culto a la personalidad referido a un invisible presidente de la compañía que se llamaba el Sr.
Blum. Al finalizar mi segunda visita a Yugoeslavia, todos quedaron pasmados cuando ese misterioso personaje me hizo llegar una invitación a comer en su departamento esa misma noche.
Fue una cena memorable porque el departamento habría podido estar entre los más lujosos de Nueva York sin motivo alguno de vergüenza. Tenía los objetos de arte y cuadros mejores que hasta
entonces yo había visto y su esposa, que era rusa, parecía recién salida de la corte del Zar Nicolás II. El problema con ella era idiomático, porque la única lengua en que podía comunicarse
conmigo era un penosísimo francés. Pero al final dimos con un interés común: la ópera. Por aquellos tiempos yo estaba muy interesado en las óperas de Jules Massenet y me
había atascado porque no había podido ni siquiera escuchar una versión discográfica de la ópera “Don Quijote”, y todo lo que sabía de la obra era que el gran compositor francés la había
compuesto para el gran bajo ruso Feódor Chaliapin. Cuando ella escuchó eso, cuchicheo con su marido algo que, por cierto, no entendí, pero que trajo consecuencias. Al despertar al día
siguiente me llegó un mensaje en que se suspendía mi programa de trabajo durante la tarde de ese día porque los Blum deseaban invitarme a la ópera. Resultó que la tal función de ópera tenía
lugar en Belgrado de modo que yo no podía ocultar mi asombro cuando me llevaron a un aeropuerto privado para volar con mis anfitriones esa misma tarde a la capital del país donde nos esperaba un
magnifico palco en un primoroso teatro de ópera. Todo esto era para ver cantar a un gran bajo yugoslavo, Miro Changalovich, que esa noche interpretaba una para mi desconocida ópera de
Rimski Kórsakov llamada “Iván el Terrible”. Pero la gran y finísima sorpresa no era solo la opera si no que, terminado el primer acto, apareció en nuestro palco el propio cantante, con todo
su traje de zar ruso y que traía un paquete con una grabación suya del “Don Quijote” de Massenet. Esa grabación es una de las joyas operáticas que aun adornan mi discoteca.
Cuando finalizaba mi primera visita, tuve la desgracia de recibir en un ojo una esquirla de acero que me produjo una gran inflamación y derrame sanguíneo. Me
llevaron a la consulta de un oculista de la ciudad, un anciano médico que, afortunadamente, hablaba un pasable inglés, de modo que no tuve problema alguno para entender sus recomendaciones
tras la curación que me hizo. Pero, cuando nos despedíamos, me dijo: “Usted es el segundo chileno que conozco y a ambos los he tratado de lo mismo, lo que me hace suponer que ustedes son
demasiados receptivos de objetos extraños en los ojos. Recuerdo que el anterior era un político chileno que visitaba este país y he oído que ahora es candidato a Presidente. Se
llamaba Allende”. Fue así como me enteré de que tenía un misterioso vinculo común con quien, efectivamente, se convirtió en Presidente de Chile en la elección que por entonces ya estaba en
su fase próxima.
En mi tercera visita, que fue la última y me acompañó entonces mi esposa, nuestros anfitriones tuvieron la delicadeza de obsequiarnos un fin de semana en la costa
vecina a Dubrovnik, la que fue capital de la famosa República de Ragusa. Es una ciudad pequeña, completamente amurallada y medieval, llena de lugares cargados de historia. No resisto
la tentación de mencionar que, en uno de ese par de días nos llevaron a un lugar que anunciaron como extraordinario. En el segundo piso de una casa de la ciudad que no parecía tener nada
que no tuvieran todas las vecinas, había un gran recinto en que funcionaba un simple café. Por más que me urgían a reconocer algo extraordinario en ese local aparentemente pedestre, yo no
acertaba a encontrar nada que pudiera parecer fuera de lo común, salvo el hecho de que todos los que servían las mesas parecían muy ancianos y vestidos de riguroso negro. Pero sí que había
algo extraordinario, y ello fue que cuando nuestro acompañante trajo a la mesa al más anciano de todos ellos, me instó a conversar con él. “Pero, ¿en qué idioma voy a conversar con este
viejecito?”, pregunté. Cual sería mi asombro cuando el veteranito me comenzó a hablar en un castellano medieval en que entendí lo que me decía echando mano a la memorización del “Poema del
Mío Cid” que me enseñaron en el colegio. Y allí se revelo lo extraordinario del lugar: era en realidad una sinagoga que se había convertido en café para ocultar su naturaleza durante toda
la ocupación alemana del país durante la Segunda Guerra Mundial. Con la complicidad de la ciudad entera, ese “café” había eludido la suerte que esperaba a los judíos bajo la bota
alemana, que eran los descendientes directos de los expulsados de España en tiempos de los Reyes Católicos. Eran los famosos judíos Sefardíes que, desperdigados en pequeñas
comunidades costeras del Mediterráneo Oriental, conservan el idioma y las costumbres de entonces convertidas en fósiles. Después de ese descubrimiento, nos quedamos a ver como los
viejecitos, arrastrando los pies, traían unos paneles que cerraron un espacio en el centro del café para albergar la Sagrada Torha porque iban a comenzar su ceremonia sabatina. Fue, en
verdad, una visita maravillosa que nunca he podido olvidar porque creo que hay pocos antecedentes preventivos como el de los cristianos de esa ciudad que guardaron el secreto del café – sinagoga
a apenas unos cuantos metros del cuartel local de la Gestapo.
A esa aventura yugoeslava en tres capítulos, le debo, además, el “descubrimiento de Viena, porque las tres veces salí por ella al resto de mi agenda en
Europa. Estaba muy lejos de saber que, durante mi periodo de asesor de Naciones Unidas para el desarrollo industrial tendría que reportar en ella mis trabajos porque allí está
la sede de la ONUDI (Organización de Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial). Pero, más importante que eso, allí está el estupendo Teatro de la Opera, el Belvedere, el Palacio
de Schönbrum, la Casa de Beethoven, la tumba ignota de Mozart, etc. No hay en el mundo una ciudad más elegante y señorial que Viena.
Recuerdo con nostalgia a Sarajevo, que posee el monumento histórico más extraño de la historia: una vereda que conserva las huellas de los pies de Gavrilo Princip
tal como estaba parado cuando arrojó la bomba que mató al archiduque Francisco Fernando y con ello dio comienzo a la Primera Guerra Mundial. Son pocos los que han acabado con un mundo con
un simple objeto arrojado. He vuelto a Dubrovnik un par de veces y me he vuelto a sentir joven caminando el circuito de sus integras murallas medievales, de modo que puedo testificar que se
trata de uno de los lugares más singulares y hermosos que quedan en nuestro mundo.