Muchas son las preguntas que el llamado “estallido social” ha convertido en lugares comunes del Chile presente. Y de ellas, hay dos que exigen respuestas concretas si es que se quiere entender lo que está pasando: ¿por qué le detonó al Presidente Sebastián Piñera a menos de dos años de una gestión respaldada por una contundente mayoría electoral?, ¿cuál era y es el objetivo que se propuso y se propone alcanzar la iracunda protesta ciudadana?
Para el primero de estos dos interrogantes se han adelantado varias respuestas carentes de lógica y de objetividad: que ha estado haciendo un pésimo gobierno, que es el culpable directo de situaciones sociales que se hicieron intolerables, que fracasó absolutamente en el control de la delincuencia y la corrupción, que gobierna para el beneficio exclusivo de los ricos y poderosos, que está torciendo el camino que seguía Chile hacia una sociedad más próspera y más justa y solidaria, que traicionó el programa electoral que motivó el voto mayoritario de los chilenos.
Sería muy fácil, pero también muy largo y tedioso, demostrar que esas explicaciones son objetivamente insostenibles. De esa manera, quienes las siguen sosteniendo son personas inconmovibles ante el abrumador peso de las cifras, las fechas y los acontecimientos políticos, de modo que son impermeables a la realidad. Frente a ellos solo cabe encogerse de hombros y recurrir al lema de una legendaria universidad: “lo que natura non da, Salamanca non lo presta”.
Bueno, pero entonces ¿por qué afectó a Piñera el “estallido social”? La respuesta la entrega, otra vez, el análisis comparativo de los precedentes históricos. Y de él surge una comprobación clara y consistente: los estallidos sociales capaces de desestabilizar un gobierno ocurren cuando han madurado situaciones precisas y concertadas, todas ellas necesarias pero individualmente insuficientes. Estas situaciones son el estancamiento tras un largo periodo de prosperidad, el clima político crispado, el tiempo y espacio para haber complotado impunemente, el desprestigio institucional generalizado, la razonable seguridad de que el gobierno enfrentará con demora y debilidad la coyuntura, la bajísima posibilidad de que las Fuerzas Armadas acepten involucrarse en una eficiente represión, la honda desmoralización de los guardianes habituales del orden público, la existencia abundante de lumpen, bandas delictuales y traficantes de drogas, grupos de marginados siempre dispuestos a sumarse a desordenes que ofrecen oportunidades de robo, saqueo y destrucción. Cuando todos estos factores están presentes en una sociedad en que el declive cultural impide apreciar el progreso objetivo, basta un grupo de bien preparados agitadores para encender la mecha sin importar siquiera quien está gobernando. Eso es lo que ocurrió y sigue ocurriendo desde mediados de octubre y por eso es que la única culpa real del Presidente Piñera es haber extremado la condición de “estado inadvertido” y el ya no ser el valeroso gobernante que se jugó todo su capital político con un coraje escaso entre los inquilinos de la Moneda cuando se trató de la casi imposible hazaña de salvarle la vida a un puñado de mineros chilenos sepultados bajo montañas de rocas.
Habiendo encontrado la única respuesta históricamente válida para explicar el estallido social que aún prosigue, concentremos la atención en el segundo interrogante: ¿cuál fue el propósito de él? Evidentemente una protesta tan multitudinaria y destructiva como la que hemos sufrido tiene tantos propósitos como sectores participantes, de modo que lo que en realidad interesa es la motivación de quienes la planificaron, la detonaron y siguen propiciando su continuidad. Y esa motivación se trasparenta en los objetivos iniciales del primer envión (carreteras, distribuidoras de combustibles, trasporte público, abastecimientos esenciales) y en la consigna con que buscaron condensar y resumir todas las motivaciones grupales (“¡afuera Piñera!”). Y, sobre todo, esto último denota el propósito, porque todos los cambios de sistemas republicanos que ha vivido Chile han sido forzados por la caída de un Presidente: todos los de la llamada “anarquía política”, la de Balmaceda, la de Arturo Alessandri, la de Carlos Ibañez, la de Salvador Allende y la de Augusto Pinochet. Eso no es raro, porque la institucionalidad en Chile siempre gira de tal modo en la persona del Presidente de la República que con él se desploma todo el sistema. Considerando todo esto, no queda lugar a dudas: el objetivo básico del estallido social fue y sigue siendo la desestabilización de la estructura republicana que nos es consustancial. La naturaleza de la que sería su reemplazante, según desean sus instigadores, se descubre en la reacción que están teniendo ante el curso con que amenazan los acontecimientos más recientes. Porque, cuando los partidos políticos democráticos se dieron cuenta de ese objetivo, cerraron filas para lograr acuerdos que le permitieran al gobierno, al parlamento y a ellos mismos superar la contingencia y el rechazo ciudadano con un ofertón de medidas que son las que creen que desea “la calle”. Pero, como eso no es lo que querían los comunistas o los del Frente Amplio, objetan vehementemente esos acuerdos a pesar de que hacen posible conceder lo que piden varios de los principales grupos movilizados. Para ellos, es una derrota que el gobierno supere la emergencia tirando la casa por la ventana y por eso es tan importante que la movilización siga, a pesar de la rendición incondicional de la Moneda en lo que respecta a dádivas sociales.
Sin embargo, lo que ha convertido el estallido social en una verdadera bala loca, que errado su blanco inicial sigue su curso y puede matar a cualquiera, es la decisión gubernamental de tirar a la calle un proceso de concepción de una nueva constitución. Como el mal bombero que causa más daño que el incendio que apaga, el irresponsable acto de la Moneda ha dado lugar a disruptivas reacciones en todos los sectores de la sociedad y, a pesar de todo eso, puede prolongar las movilizaciones sociales con un simple cambio de pretextos a que dará lugar la pugna por controlar el proceso constitucional en la forma más matonesca posible. Redactar una constitución es algo tan trascendente, complejo y técnico que tirar la tarea a la calle es de una ligereza e irresponsabilidad indignas de cualquier gobierno y parlamento serios.
Los efectos de esta bala loca ameritan otra profunda reflexión y un muy racional análisis, que ojala muchos emprendan para evitar males que pueden ser todavía más dañinos que lo ya ocurrido para nuestro querido país.
Orlando Sáenz