Tal vez el mayor aporte de los Griegos de la Antigüedad a la Humanidad haya sido el de descubrir, formular y asumir la inexorable ley de la causalidad: todo efecto tiene una causa, toda causa tiene un efecto. Antes de eso, el ser humano vivía en un espantoso mundo lleno de deidades, demonios y trasgos que lo afligían por cualquier cosa o por mero capricho. Después de eso, la búsqueda de las causas creó las ciencias y, apenas dos y medio milenios después, ese mismo ser humano rasca las estrellas con sus descubrimientos tecnológicos.
Pero no bastaba con comprender la ley de la causalidad. Había que entender y aprender a manejar el instrumento para explotarla, que no es otro que la razón humana. Y fue entonces cuando esa máquina de pensar que se llamó Aristóteles de Estagira descubrió cómo funcionaba ese instrumento y las reglas a observar para alcanzar con él todos los conocimientos que esconden los que antes parecían misterios, lo cual lo expresó en su “Lógica”. Lo demás es historia: sobre esa “Lógica” aristotélica Santo Tomas de Aquino encontró a Dios en su “Suma Teológica” y René Descartes creó la ciencia moderna con su “Discurso Sobre el Método”.
Nosotros, los que andamos por el mundo en hombros de esos gigantes, empleamos la “Lógica” de Aristóteles diariamente y sin jamás haberla leído. Nos atenemos al simple principio de que todo efecto tiene una causa y así aprendemos a protegernos de muchos males. Sabemos que cada vez que, por el motivo que sea, actuamos ilógicamente, cosechamos malos resultados. Y eso lo expresamos diciendo “hice una tontería”.
Debido a todo ello, un escalofrió de temor nos recorre cuando escuchamos que, a nivel de gobierno y/o parlamento, se están discutiendo disposiciones legales que desafían toda lógica. Por ejemplo, estando angustiados por lo escueto del crecimiento económico, se plantea disminuir la jornada laboral y se pretende convencernos que trabajando menos se puede con certeza producir más. Si eso fuera cierto ¿por qué reducir la jornada en unas pocas horas cuando se podría decretar vacaciones permanentes y ponernos a esperar el milagro socialista del menos que termina en más?. Aristóteles diría que un país con angustias de desarrollo debería trabajar mas y no menos, pero… al diablo con él y con su ley de causa y efecto.
Otro ejemplo notable es el de reclamar diariamente y a voz en cuello por la inseguridad, la delincuencia y el terrorismo mapuche y, simultáneamente, obstaculizar en el parlamento y en los medios de comunicación todas las proposiciones para dotar al gobierno de más atribuciones para controlar y combatir esos flagelos. Otra vez Aristóteles diría que a mayor delincuencia y terrorismo corresponden más atribuciones represivas, pero otra vez la política chilena busca el menos que redunda en más. Valdría la pena averiguar cuál fue la lógica con que convirtieron a Nueva York en un lugar seguro mediante lo que se bautizó como “tolerancia cero”. Pero entre nosotros, resulta a lo menos curioso que sean los marxistas chilenos los únicos que parecen seguir creyendo en los milagros.
El sistema de las resoluciones ilógicas podría dar para un listado que excedería con mucho el margen de estas líneas. Escandalizarse por lo que pasa en el Instituto Nacional o en la Universidad de Chile no es lógicamente compatible con oponerse a dotar a las autoridades de todo poder de intervención disciplinaria. El clamar por insuficiencias de la educación, la salud y los servicios sociales no es compatible con abogar por una inmigración indiscriminada y sin control. Constatar los déficit de recursos del estado no es compatible con idear a diario más gastos y responsabilidades. Irritarse por la insuficiencia del desarrollo económico y la creación de empleos no es compatible con salir a marchar para paralizar cualquier proyecto de gran inversión que se proponga. En todos estos casos, y en muchos otros que nos sentimos excusados de listar, Aristóteles habría denunciado desconocimiento de su principio de la causalidad. Pero él está muerto y a su escuela no le queda otra que batirse en retirada ante la marea de un mundo que cree en la irrealidad.
Y, aquí en Chile nos resulta mucho más popular esperar el Eugenio Ionesco de la política que convierta el absurdo en arte de gobernar, como aquel hizo en el mundo del teatro. Lo único malo es que la situación del país, abierto como ninguno a las consecuencias de la guerra económica ya declarada entre Estados Unidos y China, no es para nada la adecuada para apartarse de la lógica de Aristóteles. Es la hora de ponernos serios y tratar de salir del atolladero con medidas lógicas y coherentes y dejar el más con menos para tiempos mejores.
Orlando Sáenz