Hasta principios del siglo XIX, la historia se había cansado de enseñar que casi siempre ha existido en la tierra algún imperio territorial y todos ellos se formaron porque un pueblo o estado logró una superioridad bélica sobre su entorno y la utilizó para conquistar, expandirse territorialmente, y mantenerse hasta ser finalmente superado. El elemento fundamental fue siempre la fuerza bélica y siempre esos imperios fueron gobernados por una casta militarizada. Sin embargo, para la época aludida, comenzó a emerger en el mundo un imperio que no se sustentaba básicamente en la fuerza si no que en una gran potencia comercial y económica y, sobre todo, en el eco expansivo de una ideología que proclamaba la libertad individual, la fraternidad sin fronteras y hacía verdad eso de los gobiernos “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” que proclamó el Presidente Lincoln.
Tal es la visión de la formación del imperio norteamericano, que con esas armas conquistó aliados mucho más que colonias militarmente ocupadas. Creció así la esperanza de un posible imperio universal unido por un modelo de vida nuevo e inédito. Si tomamos a Chile por ejemplo, durante toda nuestra historia republicana hemos estado adheridos a ese imperio ideológico, nos transformamos en sus aliados y socios. No fue porque tuviéramos bases militares norteamericanas ocupando algún lugar en nuestro suelo ni porque perdiéramos control de nuestros destinos a través de gobiernos impuestos desde el exterior. Lamentablemente, esa ilusión se está rápidamente diluyendo.
¿Por qué ha ocurrido esto? Las razones son muchas, pero no es difícil distinguir las principales. Los conflictos globales del siglo XX han obligado a Estados
Unidos a una vertiginosa carrera armamentista y le ha impuesto paulatinamente un pragmatismo político exterior que ciertamente ha desdibujado su expansivo ideario. A estas alturas, la política exterior norteamericana no titubea en las alianzas con regímenes completamente alejados de esos ideales y muchas veces contrarios a otros mucho más cercanos a ellos. El obligado papel de gendarme del mundo tiene, para Estados Unidos, un alto costo que va mucho más allá del económico necesario para mantener una superioridad militar abrumadora.
El otro factor que está actuando con fuerza es el miedo. Estados Unidos teme perder su supremacía mundial y, por eso, las guerras frías con potencias antagónicas lo desdibujan internamente con mucha más fuerza de lo que aparenta. Terminó victoriosamente una confrontación de ese tipo con la ex – Unión Soviética, gozó de un corto interludio de supremacía mundial indiscutida, pero ahora el resurgimiento del poderío ruso y, sobre todo, el deslumbrante amanecer del poderío chino, le plantean otra guerra fría mucho más compleja y con mucha más probabilidades de transformarse en un conflicto global que las nuevas armas convierten en la casi certeza de un exterminio total.
Ante ese panorama, las clases superiores de la sociedad norteamericana se han asustado significativamente. Se sienten rodeadas de un exterior adverso y agresivo, se sienten invadidas por oleadas inmigratorias que desdibujan su vida y su cultura, se sienten inquietas por las bases de su comodidad económica. Ante eso, reaccionan cada vez más alejados de las preocupaciones éticas y cada vez les importa menos que exista afuera un mundo democrático y libertario que es precisamente la base fundamental de su supremacía.
El síntoma más evidente de toda esta transformación es la popularidad de Donald Trump. Si existe un norteamericano completamente al margen de los ideales de los Padres Fundadores, ese es Traump. Su política como mandatario fue y sería siempre la de “América Primero”, que en su caso es casi lo mismo que “yo primero”. Ya ha demostrado su desprecio por el orden institucional del país y lo ha desafiado en términos casi inauditos. Si existe
alguien capaz de convertir a Estados Unidos en una dictadura opresiva y militarizada, ese es Donald Trump. El hecho de que goce de un respaldo electoral que perfectamente lo puede convertir nuevamente en Presidente, es
el signo más evidente de la profunda transformación ideológica del país y del completo abandono de sus ideales constitucionales.
Y esa dictadura virtual está enormemente posibilitada por la tremenda potencia que han adquirido los gobiernos avanzados con las nuevas tecnologías. Con ellas, hoy el gobierno norteamericano puede ya vigilar de cerca a cada ciudadano y la potencia de sus servicios de represión y de control son para ello más que suficientes. Como siempre, el arte adelanta evoluciones y advierte nuevos peligros. Abundan las películas en que se ve en marcha el poderío del control gubernamental, de manera que el pueblo norteamericano ni siquiera se da cuenta de cómo van disminuyendo sus márgenes de libertad.
Así pues, se está desvaneciendo la esperanza de que, en términos valóricos, el imperio norteamericano contradiga la constante de la historia a que antes aludí. Ciertamente que no avanzamos hacia la libertad y que el futuro solo nos muestra nuevas cadenas.
Orlando Sáenz