Con solo asomarse a la historia se toma conciencia de que todos los imperios caen, que todas las naciones mueren en algún momento, que todos los mapas políticos cambian continuamente. Esta melancólica conclusión se vuelve todavía más traumática cuando, de la mano de Spengler y de Toynbee, se asume que esos fenómenos no son casuales si no que orgánicos y que la muerte de las sociedades políticas y de todas las civilizaciones es un proceso ineludible y casi biológico. Cuando era joven y asumí todo eso, me angustiaba pensar que mi admirado Estados Unidos sufriría algún día esa suerte. Tal vez como un mecanismo de autodefensa, desarrollé entonces la teoría de que el gran país del norte escaparía de la decadencia porque nunca había existido una nación como ella ni un imperio que no se basaba en el dominio territorial ni en el egoísmo si no que en un ideal moral de libertad y de fraternidad.
En efecto, los Estados Unidos de América habían nacido, en el último cuarto del siglo XVIII, como una nación de ciudadanos libres y que se autogobernaban, cuando no existía ni una pizca de territorio en el mundo que no estuviera autocráticamente gobernado. Había emergido como potencia hegemónica, tras la Segunda Guerra Mundial, rodeada de un prestigio ético y político de tal magnitud que casi todas las naciones estuvieron de acuerdo en aceptarla como banquero del comercio internacional, como garante de la paz y como árbitro de todos los conflictos globales. Aunque era la única nación que había utilizado el terrible poder atómico contra una población civil, todos estaban dispuestos a aceptar que fuera el monopólico administrador de ese enorme poderío puesto que la trasparencia de sus intenciones garantizaba su uso solo como disuasor y su derecho a vetarle a otros el acceso a tal arma. El mundo nunca había visto un imperio que, lejos de oprimir, exportaba libertad, democracia, autodeterminación. El mundo nunca había visto un imperio que mantenía su propia fuerza acogiendo con los brazos abiertos a todos los que quisieran integrarlo laboral, intelectual o artísticamente, sin otra condición que el respeto al concepto libertario que era la esencia misma de su constitución.
Los años de la posguerra confirmaron mi esperanza de que Estados Unidos era muy otra cosa de lo que antes la historia reflejó y que, por tanto, era esperable que pudiera eludir la supuestamente inexorable ley de la decadencia por descomposición interna. Rindió en ese periodo, y con honores, la suprema prueba de expulsar a un exitoso mandatario por mentiroso y marrullero, o sea por razones puramente morales. ¿Cómo sería la historia del mundo si con igual rigor ético se hubiera desfenestrado al manipulador Richelieu, al acosador Enrique VIII, al pederasta Tiberio o al ponzoñoso Alejandro VI? El orden mundial, que penosa pero tesoneramente construyeron los mandatarios que sucedieron a Roosevelt, confirmaba que estábamos muy distantes de todos los imperialismos del pasado porque éste se basaba en valores como la libertad individual, los derechos humanos, la globalización del comercio, la autodeterminación de los pueblos en lugar de la tradicional opresión de vencedores sobre vencidos. De esa manera, en el umbral de la vejez, me parecía que dejaría un mundo mejor e infinitamente más estable que el de las simples treguas entre conflictos que exhibía el pasado. Me sentía, a ese respecto, como se habría sentido un romano en el siglo I o un inglés al principio de la era victoriana.
Pero entonces llego Trump y se desmoronó la ilusión.
Se desmoronó sin siquiera esperar lo que haría como gobernante. Y ello porque el pueblo que ungía presidentes, y le entregaba el poder más grande de la tierra a una persona de los antecedentes éticos y conductuales de Donald Trump no podía ser el que yo creía que todavía existía. Si hay algo que no se le podía reprocha a Trump era haber sido hipócrita durante su campaña presidencial, de modo que todos sabían, al momento de sufragar, que las consideraciones morales no serían factores de su gobierno, que se convertiría en el “matón del barrio”, que no titubearía en emplear la extorsión económica para lograr objetivos políticos, que echaría por la borda la gran sociedad liberal que construyeron sus antecesores y postularon los “padres fundadores”, que la misma brutalidad con que atacó a sus rivales durante la campaña utilizaría contra todos los que pudieran oponérsele como presidente, que su vida pública de mandatario transcurriría en la misma zona limítrofe entre lo legal y lo ilegal, lo aceptable y lo inexcusable en que había trascurrido toda su anterior vida de empresario y comunicador. Y un pueblo que elige un mandatario sabiéndole todo esto ya no es el del temple necesario para desafiar al destino y eludir la decadencia.
Hoy es fácil encontrar norteamericanos que, encogiéndose de hombros, cuando se toca el tema de la calidad de Trump, dicen “es un truhan pero hace lo que nos conviene”. Es la forma de decir “América primero” que utiliza su presidente continuamente y que refleja la cara hosca de los Estados Unidos de hoy. Y ese Estados Unidos ya no es más que la amenaza de un imperio como todos los que ha conocido la historia, ya no es el legítimo garante del comercio internacional y de la paz, ya no es uno que jamás emplearía el poder atómico contra otro pueblo, ya no está revestido del poderío ético que pretendieron inculcarle sus fundadores como eterna herencia.
Así pues, cuando me retire del mundo, no me sentiré como un romano del siglo I, si no que como uno de finales del siglo III, aquel de los Heliogábalos y los Valerianos, aquel en que los ciudadanos se dormían esperando la llegada de los barbaros.
Orlando Sáenz