Una de las paginas brillantes del “Estudio de la Historia” de Arnold Toynbee es aquella en que se analizan los malos efectos de aplicar un buen sistema en un contexto equivocado. Para ilustrarla utiliza el ejemplo de la Revolución Industrial que, a raíz de su éxito en la producción de bienes, derivó en la consideración del trabajador como un simple engranaje de un eficiente sistema productivo. De esa absurda extrapolación se desprendieron, además de los graves conflictos sociales del siglo XIX, buena parte de las malformaciones sociales que hasta hoy día nos afligen. Si de catástrofes se trata, una de esas consecuencias fue la doctrina de Marx y su traducción política hecha por Lenin.
Si en el siglo XIX el prestigio de la Revolución Industrial afectó la cultura occidental al punto de pretender aplicar sus principios en situaciones que nada tenían que ver con la producción de bienes (fue la época en que nacieron conceptos tan absurdos como “talleres literarios”, “planificación familiar”, etc.), en el siglo XX ese mismo fenómeno de extrapolación indebida se dio con el concepto de democracia. La democracia es el mejor sistema de gobierno para un país que la humanidad ha inventado, y ha sido muy exitoso cuando se practica en sociedades que cumplen con los postulados en que el sistema se basa desde su creación. Pero es un desastre cuando se aplica a pueblos no preparados para sustentarla o se aplica en organizaciones sociales que nada tienen que ver con el gobierno de una nación. Si miramos el mapa del mundo, lo vemos lleno de sociedades que se dicen democráticas por el buen tono de ese adjetivo, pero que nada tienen de tales. Hemos visto como el prestigio del nombre ha hecho que nefastas tiranías se titulen “democracias populares” o adopten nombres que pretenden darles algún matiz de legitimidad porque supuestamente respetan tácitamente la soberanía popular. Dicho en palabras simples, la democracia es un excelente sistema de gobierno para una sociedad culta, pero es un pésimo sistema cuando se aplica en otros contextos. Por ejemplo, es buena para gobernar un país, pero no es buena para gobernar un colegio, o una universidad, o un hospital, o un convento.
Abundan los individuos que se mueven como apóstoles de la democracia y la quieren aplicar en cuanta organización social ven, hasta en las familias. Ignoran que solo es un sistema de gobierno y no un evangelio de vida. Su hipótesis de igualdad absoluta entre todos los componentes se refiere única y exclusivamente a los derechos y deberes ciudadanos y para nada es extrapolable a otras dimensiones del ser humano. Es demasiado evidente que no solo no somos todos iguales, si no que una de las maravillas de la creación es que todos somos diferentes.
Abunda, especialmente entre los políticos y los caudillos de matinales, el que podríamos llamar “apóstol de la extrapolación”, ese que continuamente busca instituciones a democratizar y lo hace sin preocuparse siquiera en constatar si se prestan a funcionar mejor adoptando esos principios democráticos. Por ese camino han logrado convertir la educación pública en un pandemonio, por no comprender que existen las instituciones en que la disciplina jerarquizada es indispensable para obtener los resultados que se espera de ellas.
Lo mas curioso es que la mayoría de esos “apóstoles de la extrapolación” no practican en el ámbito de la estructura democrática de Chile lo que pretenden se aplique en instituciones completamente distintas. Podrían orientar sus energías a corregir aberrantes discriminaciones que afectan a los ciudadanos chilenos a la hora de elegir a diputados y senadores, por ejemplo. Todos sabemos que van al Senado personas que obtuvieron una votación popular que no les habría bastado para ser electos concejales en cualquier municipio de la Región Metropolitana. Cualquiera sabe que en nuestro parlamento hay diputados que, con votaciones mínimas, salen al arrastre de otros mejor votados y eso postergando a otros candidatos que obtuvieron mucho mejor votación que ellos. Todas esas son triquiñuelas para optimizar la representación parlamentaria de los partidos políticos y lo logran a través del mecanismo de valorar el voto de ciertos chilenos muchísimas veces más que el de otros. Otro notable ejemplo de discriminación que deforma la democracia se ha dado en los cupos reservados para los llamados pueblos originarios, en la Asamblea Constituyente, y que tendrán el efecto de valorar el voto de minorías insignificantes cientos de veces más que las de un chileno cualquiera.
Para demostrar esa aberrante discriminación sirve, como buen ejemplo, el cupo reservado en la Asamblea Constituyente para la población nativa de Rapa Nui, que es estimable en 3000 individuos de ese origen. El pueblo de Rapa Nui es originario de otro continente, se incorporó a Chile en 1888 y su voto pesara lo mismo que el de aproximadamente 116.000 chilenos de otro origen. ¿Qué explicación tiene esta discriminación como no sea la simple demagogia?.
Estas simples reflexiones debieran bastar para que, el lugar de dedicarse a “democratizar” colegios, universidades, clubes deportivos, hospitales, cuarteles y similares, nuestros bien remunerados parlamentarios se dediquen a perfeccionar la democracia que todavía precariamente nos rige. Para ello basta con eliminar odiosas discriminaciones y basta con protegerla en lugar de hacerla cada día más débil. Ojala lo hagan antes de ser ellos mismos eliminados.
Orlando Sáenz