La promesa

La enorme crisis que hoy afecta a la Iglesia Católica, aquí y en otras partes del mundo, admite dos formas muy diversas para apreciarla y reaccionar ante ella.  La primera, y la más inmediata y obvia, es verla desde la perspectiva del horror, la repugnancia y la indignación que nos provocan miembros del clero reos de abusos sexuales mutuos y con feligreses – incluso niños – confiados a ellos en calidad de pastores espirituales.  Pero también esa feroz crisis puede mirarse como el actual capítulo de una interminable lista de ataques destructivos que, durante dos milenios, han sacudido a la Barca de Pedro por el pecado de ser la nodriza y la conciencia de una civilización que nunca ha dejado de tener muchedumbres que quieren verla muerta.

 

Interminable es la lista de los poderes, a veces abrumadores, que han tratado de destruir a la Iglesia Católica.  Cesares Romanos, Sacro Romanos Emperadores, revoluciones como la francesa, la mexicana y la rusa, mikados y shogunes japoneses, furiosos reformadores, monarcas de muchas latitudes, nazis y bolcheviques figuran en ella, pero siempre encontraron otra interminable lista de Gregorios, Leones, Inocencios, Píos, Pablos y Juanes que han sabido demostrarles la dureza de la roca en que fue fundada.  ¿Sucederá otra vez lo mismo?

 

La última gran batalla de la Iglesia, con más de un siglo y medio de duración, ha sido la que la enfrentó con el marxismo totalitario, materialista y ateo.  Ha sido una batalla épica en que al Manifiesto del Partido Comunista le salió al paso el Rerum Novarum, en que al Comintern le cerró el paso la Democracia Cristiana, en que una Cortina de Hierro no resistió la visita a Polonia de un hombre vestido de blanco.  En nuestra humilde patria, una Vicaria de la Solidaridad conquistó muchas más voluntades libertarias que el violentismo del MIR y del Partido Comunista a la hora de imponer una restauración de la democracia.  Ahora bien ¿es el vendaval que ahora ocurre una justa, meritoria y necesaria apertura de un pudridero o es un episodio más de esa pugna modeladora de la historia contemporánea?

 

Las reflexiones anteriores conducen a un interrogante ineludible: ¿existen razones para sustentar una tesis conspirativa en la actual crisis de la Iglesia Católica chilena?  Y la respuesta es categóricamente afirmativa por las razones que a continuación se numeran.

 

-Las tendencias homosexuales, pedófilas o compulsivamente libidinosas son endémicas en los hombres y su                     distribución no reconoce clases sociales, niveles culturales o posiciones ideológicas.  Por eso están uniformemente repartidas en la sociedad y, cuando las denuncias en su enorme mayoría se concentran en un determinado sector, se puede estar seguro de que existe una voluntad que las está buscando precisamente allí.  El argumento de que la posición del clero, como es la de autoridad moral, favorece esos vicios y los facilita – lo que explicaría esa concentración – no es válida porque existe en muchas otras situaciones como las de tutores, jefes, entrenadores, etc.  

 

-En nada se sustenta mejor la sospecha de una campaña organizada que en las acusaciones públicas de encubrimiento que apuntan a cardenales, arzobispos u obispos que recibieron denuncias de abusos sexuales de sacerdotes y no cumplieron con la supuesta obligación de traspasarlas a la justicia civil.  Si es que quien conoce de la perpetración de un delito tiene la obligación de denunciarlo a la justicia civil, el primer culpable de encubrimiento sería quien recurrió al prelado con su denuncia en lugar de llevarla a la policía o aun magistrado judicial.  Si recurrió al obispo, es porque había decidido que el asunto recibiera el tratamiento eclesiástico del caso, entendiendo que la iglesia es parte de un estado soberano que tiene protocolos para procesar esas situaciones.  En esas circunstancias, es absurdo que acuse de encubrimiento al prelado porque, a su juicio, no hizo precisamente lo que él podría haber hecho antes y con más propiedad ya que ha sido el directamente afectado.  El sentido común advierte que el prelado en cuestión solo sería un encubridor si es que no procesó la denuncia según determinan los protocolos pontificios correspondientes y de ello sería responsable ante la justicia canónica.

 

-Entre 1970 y 1973 Chile sufrió un muy severo intento de convertir su democracia en una dictadura del proletariado bajo el modelo marxista.  La decidida reacción de la institucionalidad y de la mayoría ciudadana evitó ese cruel destino al precio de una intervención militar que, desgraciadamente, derivó en una prolongada dictadura represiva.  Han pasado casi 30 años desde la restauración democrática en el país y, en ese lapso, las fuerzas antidemocráticas que fracasaron en su intento totalitario se han reorganizado y, bajo nuevos ropajes políticos, buscan ganarse una segunda oportunidad.  Han aprendido que, para ello, necesitan neutralizar las fuerzas que hicieron abortar su intento anterior, y ello es la explicación última de su actuación frente a las Fuerzas Armadas, los sectores empresariales y … la Iglesia Católica.  

No es necesario recordar lo que ha ocurrido con las Fuerzas Armadas utilizando como arma las violaciones de derechos humanos.  Tampoco es necesario recordar los continuos ataques a las empresas privadas y a sus dirigentes (véase el libro “Complicidad económica con la dictadura chilena” de reciente aparición). Lo que ahora ocurre con el tema de abusos sexuales, bien puede ser su aprovechamiento para ajustar cuentas con el bastión ético que representa la iglesia.

 

El haber expuesto las poderosas razones que obligan a sospechar la existencia de un plan coordinado para destruir el prestigio ético de la Iglesia Católica Chilena, hace imprescindible reconocer que dicho plan ha sido posible por la evidente existencia de situaciones muy reales.  Para precisarlas, hay ciertos conceptos que se deben considerar.

 

-Lo señalado no significa poner en duda el fundamento de las denuncias que han llovido sobre la Iglesia Nacional.  Es evidente que ella sufre de una profunda crisis moral y disciplinaria que en ningún caso se puede disculpar ni mucho menos ignorar.

 

-Es muy difícil creer que decenas de obispos, en muchas latitudes y sin coordinación entre ellos, se hayan lanzado por cuenta propia a burdas operaciones de encubrimiento ante denuncias de abusos sexuales del clero.  Es más que probable que obedecieran a un protocolo general establecido para esos casos, el que, a la luz de los profundos y rápidos cambios sociales, se demostró lene, inadecuado y extemporáneo.  De ser así, el tratamiento que la Santa Sede le ha dado al asunto ha sido profundamente desleal con muchos de esos prelados a los que se utilizó como fusibles mientras, a toda prisa, adecua sus procedimientos con gran publicidad.  El Vaticano no puede ignorar que en los tiempos que corren, las convocatorias vistosas y las remociones, por silenciosas que pretendan ser, equivalen a estigmatizaciones por el resto de sus vidas, lo que sería inaceptable si su sola falta fuera obedecer a protocolos inadecuados.  De comprobarse situaciones de ese tipo, la Santa Sede se habría echado encima un baldón moral que es aún peor que el del comportamiento inaceptable de parte de su clero.  Dentro de los muchos errores de procedimientos en que ha incurrido la Santa Sede en estos borrascosos tiempos, es de esperar que no haya errado en el cálculo de lo que significa exponer sus prelados al comprobado exhibicionismo de las fiscalías chilenas, porque, en ese caso, los efectos sobre sus fieles serían todavía más desbastadores.

     

Pero, como quiera que sea, lo que esta fuera de toda conjetura es que la Iglesia Católica universal está en crisis y que la enfrenta debilitada y muy dividida en medio de muchos millones de fieles que se sienten furiosos, traicionados y confundidos.  Todos ellos esperan la aparición del hombre providencial que, como otras muchas veces en el pasado, ordene la casa, una y discipline al clero y vuelva a ser la luz que ilumina el camino de una sociedad también hundida en el relativismo ético y doctrinal.

 

Lo espera confiado en una nunca incumplida promesa: “yo estaré con vosotros hasta la consumación de los tiempos”.

 

Orlando Sáenz