La forma y la significación que le asignamos a la celebración de ciertos aniversarios de fechas memorables son variables según el clima social y político de cada
año. La mejor demostración de esa aparentemente extraña mutación la podemos observar en la Navidad, que en el solo trascurso de mi vida ha pasado de evocar el nacimiento de Cristo a ser una
festividad de regalos en que el héroe ya no es el Hijo de Dios si no que un viejo de barba y traje rojo que se llama Papa Noel, Santa Claus o hasta Viejito Pascual según la latitud de la
celebración. Su símbolo ya no es un nacimiento, que ahora solo está refugiado en las iglesias, si no que un árbol lleno de adornos que ciertamente no corresponde ni al clima del medio
oriente ni al nuestro si es que continuaríamos evocando ese prodigioso nacimiento. Igual mutación podemos observarla en otras festividades señeras. Ya la celebración de la Semana
Santa tiene más de festiva que de religiosa y es un buen pretexto para tomarse unos días de descanso y de comer mejor. Las mismas Fiestas Patrias hace rato que olvidaron a Don Mateo
Toro y Zambrano o a Don Juan Martínez de Rosas para concentrarse en la Cueca y la comilona que nada tienen que ver con la Independencia de Chile.
Habiendo demostrado la variabilidad de estas celebraciones de fechas emblemáticas, puedo plantearme la pregunta ¿Qué significa para mí hoy día la celebración del 11
de septiembre? Responder a esa pregunta es la única forma que tengo de apreciar cómo ven mis compatriotas esa fecha con la perspectiva de más de 50 años. El 11 de septiembre evoca dos
acontecimientos trascendentales en la Historia de Chile: el golpe de estado militar que depuso al gobierno socialista de Salvador Allende y el suicidio de un Presidente constitucional de
Chile.
Al examinarme compruebo que, para mí la evocación de la intervención militar sigue siendo un motivo de alegría y orgullo porque sigo convencido, y cada vez más, de
que las circunstancias en que ese golpe de estado se dio no dejaban otra alternativa que la interrupción del cauce democrático institucional. Un golpe de estado es el remedio extremo de una
situación extrema y, por tanto, si se quieren evitar permanentemente lo que hay que hacer es también evitar la conducción del país a situaciones extremas como eran las que existían en 1973.
Así pues, volvería a repetir mi adhesión y colaboración al nuevo gobierno si es que las circunstancias originales se repitieran. Eso, en lenguaje de la izquierda es ser golpista usando el
término en el mismo sentido peyorativo en que yo uso el término “comunacho” cuando las hipocresías de ese sector sobrepasan el límite de lo tolerable.
Pero la realidad es que no soy golpista porque siempre preferiré una solución dentro del marco institucional salvo que el deterioro del país haya llegado a extremos
intolerables. Los verdaderos golpistas son aquellos que crean las condiciones extremas que justifican un golpe de estado, no los que, como yo, se resignan a él porque no ven otra salida a
las situaciones creadas.
Por otra parte quienes más abusan del término peyorativo de “golpista” son precisamente aquellos que contemplan al golpe de estado como forma regular de alcanzar al
poder, como ocurre quienes adhieren a las doctrinas leninistas. ¿O es que nadie lee en la izquierda el programa original del PC o los escritos del máximo líder y creador de esas
doctrinas?
Otra cosa es la rememoración de la muerte del Presidente Allende. Me sigue causando la misma tristeza que el primer día y ello porque los azares del destino
me permitieron conocer al mandatario y apreciarlo como ser humano y como líder innato de una tendencia que repruebo pero comprendo. Por otra parte, aprecio que el único héroe surgido de los
acontecimientos de ese día fue él, porque supo morir como tal pese a que nadie de los suyos lo siguió, por lo que merece respeto sumo. Pero en esa evocación con los años se ha sumado un
supreso desprecio a lo que yo llamo “revolucionarios de sobremesa”, que son aquellos que verbalmente azuzan al extremismo y arman a sus enemigos con bravatas que ellos mismos no respaldan para
nada. Son los que llevaron a Allende al suicidio y podríamos personificarlos en la figura de Carlos Altamirano que, hasta el día antes del golpe, alardeaba de revolución y de multitudes que
salían a la calle a defender ese cambio radical. Cuando llego el momento temido, y mientras el Presidente moría, ese tipo de personajes investigaba febrilmente lo que había debajo de las
camas donde corrieron a esconder su cobardía. Esa ralea tiene herederos y son los que fundieron la esperanza de este régimen en obtener, por la vía constitucional, una nueva carta
fundamental. Lo hicieron llenando de sandeces la propuesta que elaboraron. Y son los mismos que a este gobierno de Gabriel Boric le regalaron el 4 de septiembre en que quedó castrado
de hacer nada de su programa original.
Así pues, tampoco puedo dejar de reconocer que mi alegría por el golpe de estado se ve severamente turbada por el tipo de gobierno a que dio lugar. Lo que iba
a ser un movimiento libertario y restaurador se convirtió en una dictadura personalista de casi dieciocho años, que terminó configurando una mancha grande y ominosa en la limpia historia
institucional de Chile. Ese gobierno dictatorial protagonizo episodios y políticas que yo mismo en ese tiempo y aquí denuncie como erradas y malsanas, mientras que los líderes de la
izquierda seguían vociferando desde cómodos refugios subrepticios.
Me atrevo a terminar este comentario vaticinando que la sensatez demostrada por el Presidente Boric en algunas de sus últimas declaraciones equivalen a la
presentación de su candidatura para la elección de 2029. Será entonces el líder indiscutido de la izquierda democrática y su único gran problema será lograr que la extrema izquierda lo
acompaña en una nueva aventura. Este vaticinio se basa en su forma de abordar las evocaciones de fechas emblemáticas de este septiembre en que ahora vivimos.
Debo reconocer que yo tengo un motivo particular para seguir celebrando el 11 de septiembre. En su nuevo santoral puesto en vigencia en 1973, la Iglesia
declaró a San Orlando como patrón de ese día. Es pues mi santo y, aunque no sé quién fue el merecedor de esa corona, si conozco un Orlando que de santo no tiene nada.
Orlando Sáenz