No cabe duda que el famoso “estallido social” que ha sufrido Chile será motivo de múltiples y añosos análisis desde todos los ángulos posibles. Bienvenidos sean esos análisis para ver si de ellos se desprenden lecciones que, por bien aplicadas, obtengan ciertos beneficios que de alguna manera mejoren el muy negativo balance que hasta ahora nos agobia. Ya se han adelantado consideraciones desde el punto de vista de las consecuencias políticas, económicas y sociales que hicieron posible ese estallido, pero hasta ahora poco o nada se ha dicho de las condiciones culturales que explican la brutalidad que ha acompañado a las manifestaciones populares.
Estudios serios aseguran que hoy el vocabulario medio del pueblo chileno se sitúa en un rango de las 800 palabras. El último diccionario de la lengua española tiene algo así como 93 mil entradas y se estima que para leer y comprender un texto culturalmente válido se necesita dominar un lenguaje mínimo de 23 mil palabras. Cotejando esas cifras, la conclusión es lapidaria: el nivel cultural medio del pueblo chileno se sitúa de lleno en la zona de los pueblos barbaros. O sea, no es mayormente superior al de las hordas germánicas que abatieron al imperio romano en el siglo V. Uno de esos pueblos, el de los vándalos, dejo tales huellas de brutalidad y destrucción en sus temporales asentamientos en la Galia, Hispania y el norte de África que su nombre se ha convertido en referente usual para describir el comportamiento de individuos como los que diariamente vemos en la televisión perpetrando desmanes.
Entonces, ¿qué tiene de raro que se comporte como un bárbaro un pueblo que técnicamente es un bárbaro? Esa conclusión nos lleva a asumir que buena parte de nuestras dolencias nacionales deriva directamente de los mitos asumidos en que vivimos. Nos hemos acostumbrado a mirar con ojos benévolos las virtudes de nuestra niñez y juventud, porque la juzgamos desde el punto de vista de su indudable habilidad para manejar aparatos electrónicos. Con ello estamos confundiendo una habilidad mecánica, que ya es fruto del capitalismo, con una capacidad intelectual que tantos otros signos desmienten. Ese error nos lleva también a la conclusión de que existe una brecha generacional entre una juventud alerta, altiva y visionaria y generaciones anteriores mucho mas conformistas, sumisas e inertes. Lo que en realidad existe es una brecha cultural enorme entre la juventud que muestran las imágenes del estallido social y el Chile más reflexivo, culto y preparado que produjo una educación que solía tener fama de sobresaliente en el ámbito latinoamericano y que no resistió cualitativamente la expansión cuantitativa de la cobertura.
La incultura conduce rápidamente a la creación de mitos y Chile está demostrando una increíble capacidad para mitificar su propia historia. El ser humano mitifica todo lo que no entiende y, con nuestro actual nivel cultural, eso es casi todo. Basta ver la versión popular de acontecimientos históricos recientes para abismarse ante la diferencia que existe entre esa versión y la realidad. El pueblo chileno actual vive convencido de que la desigualdad es fruto del capitalismo, cuando todas las cifras bien analizadas muestran que lo que más la causa es la extrema ineficiencia del estado como inversor la que provoca esencialmente el magro resultado de la final distribución de la renta. Es, por ejemplo, la pésima calidad de la educación pública la que alimenta la desigualdad de oportunidades y, aunque cualitativamente tiene una buena cobertura, las políticas educacionales se han centrado casi exclusivamente en lograr la gratuidad universitaria y han descuidado las etapas previas a ella. Mitos similares provocan las culpas que se le achacan a los sistemas previsionales en situación de que obviamente ellas provienen de principios conceptuales impuestos por las leyes y que nada tienen que ver con el verdadero trabajo de esas instituciones. Largo sería enumerar la multitud de mitos en que transcurre la existencia de un pueblo que esencialmente está afectado por su creciente incapacidad de pensar.
Hay que reconocer, en todo caso, que siempre nos ha caracterizado una sobresaliente capacidad fabulatoria. En mí ya lejana juventud creíamos a pies juntillas que Chile era el país más lindo del mundo, que producíamos los mejores vinos, que las mujeres chilenas eran las más bonitas y que nuestro pueblo era el más valiente, digno vástago de Lautaro, Caupolicán, Manuel Rodriguez o Arturo Prat. Todos esos eran mitos, especialmente el último, pero eran inofensivos y a lo menos sabíamos quiénes eran y que habían hecho los héroes de los que nos sentíamos descendientes. Pero hoy una buena parte de nuestra juventud cree que el gobierno de Allende era un paraíso, que el capitalismo es algo siniestro y el culpable de nuestra desigualdad y decadencia y que el paradigma es un futbolista que juega en Europa o un cantante que actúa en Miami, siendo tal vez O’Higgins alguien que hizo lo mismo en otra época. Y esos no son mitos inofensivos ni conducentes. Son, en realidad, frutos de la ignorancia, de la incapacidad de investigar la verdad y de la carencia del deseo de conocerla, siendo ese el principal causante del uso de medios bárbaros para lograr más bienestar del tipo que otorga el capitalismo.
Por lo señalado es que lo mejor y más noble que podemos hacer es un gigantesco esfuerzo por mejorar la educación de nuestros niños y jóvenes, de manera que no sigamos siendo un criadero de bárbaros ignorantes. Las pruebas de evaluación de nuestra educación muestran que altísimos porcentajes de nuestros estudiantes al finalizar la educación secundaria no son capaces de entender que dice una página normal de un libro. Y ese esfuerzo no debe orientarse a lograr que crean lo que nosotros creemos, si no que crean en nuestros sistemas para buscar la verdad y elaborarla en su interior de acuerdo a su propia razón y sus propios valores. Cuando eso ocurra, Chile volverá a ser Chile y volveremos a estar situados en el ámbito de nuestra ancestral civilización en lugar de vagar por continentes ajenos.
Orlando Sáenz