NADA QUE CELEBRAR

 


El icónico medio siglo trascurridos desde 1973 ha despertado un inusitado interés por revivir los hechos ocurridos entonces.  El propio gobierno prepara una gran celebración enfocada en obtener provecho propio por la efeméride.  Todo eso conduce a una inevitable pregunta. ¿Qué celebraremos el próximo 11 de septiembre?  Para responderla no tenemos más remedio que clasificar a los celebrantes en diferentes categorías según su pensamiento actual entorno a los hechos de entonces  y a las circunstancias nacionales de ahora.


En primer lugar, ¿qué tienen que celebrar los “monos peludos” como se autodefinieron hace algunos meses los partidarios actuales del Presidente Boric?  La pregunta es válida porque “celebrar” significa recordar con alegría, de modo que ellos no pueden estar “celebrando” la peor derrota de la izquierda en toda la historia de Chile ni deberían “celebrar” la muerte de un Presiente de Chile en el ejercicio de su cargo, de modo que toda celebración de su parte no es otra cosa que la innoble búsqueda de dividendos políticos actuales.


En segundo lugar, ¿qué tienen que celebrar los de la llamada izquierda democrática para los cuales el 11 de septiembre es una fecha incomoda porque llevan 50 años tratando de disculparse por el apoyo que mayoritariamente le otorgaron al golpe de estado de septiembre de 1973, como a mí me consta personalmente? ¿Van, también, a celebrar aquel quiebre de la democracia o la muerte de su máximo exponente de entonces?  


Los que podríamos celebrar algo tangible somos los pocos sobrevivientes victoriosos de la época.   Y, para responder por qué no celebramos, no tengo otra forma que preguntármelo a mí mismo.  ¿Por qué yo tampoco tengo algo que celebrar?  No puedo hacerlo porque no he podido nunca evitar que las alegrías de la primavera de 1973, en que vi renacer a mi patria, se contaminen con las penas y desilusiones del otoño de 1974, cuando terminé de asumir que mi sueño de una intervención militar moderada y acotada, como era el proyecto inicial, se había trasformado en la dictadura indefinida y represiva del General Augusto Pinochet.


Esos encontrados sentimientos me impiden también justipreciar la obra del gobierno que rigió los destinos de Chile desde entonces hasta 1991.  Reconozco que, en ese periodo, el país experimentó trasformaciones trascendentales y, en muchos aspectos, tan positivas como que quedó en condiciones de aspirar, con verdaderas posibilidades, a ser el primer país latinoamericano que podría derrotar a la pobreza y a la desigualdad que siempre han caracterizado a toda nuestra región.  Pero también reconozco que, en ese proceso, se troncharon muchas vidas de quienes no cometían otro pecado que el de oponerse políticamente al régimen.  Nunca he podido resolver la ecuación que permite un balance entre logros y víctimas, y me sospecho que tendrán que pasar muchos años hasta que los historiadores puedan elaborar un balance plausible de ese periodo.  Estoy seguro de que llegará el día cuando se valorice debidamente el hecho de que el gobierno de Pinochet echó las bases del Chile moderno y pujante que en un momento dado asombró al mundo con sus progresos.  Pero también estoy seguro de que nunca llegará el día en que esos logros acallen el dolor y el recuerdo de las víctimas que pavimentaron la marcha hacia ese progreso.  


Ni siquiera tuve la oportunidad de engañarme con la idea de que las víctimas de la dictadura merecían su suerte porque todas eran forajidos, terroristas, subversivos armados o simplemente malhechores y delincuentes.  Conocí a muchos que tuvieron la oportunidad de ese escapismo y se conformaron con ella, pero, desgraciadamente para mí, el destino me hizo conocer a muchas víctimas que de ninguna manera podían ser incluidos en esas categorías.  Nada de eso fueron Tucapel Jiménez o la Payita y su familia.  Nada de eso fueron Don Humberto del Canto o los Puccio.  Nada de eso fueron muchos de los exiliados que conocí en esos años en mis vagabundeos por el mundo.  


No, nada tenemos que celebrar los chilenos el próximo 11 de septiembre. Pero, sin embargo, el gobierno de Gabriel Boric prepara una gran celebración y es completamente valido preguntarse ¿qué estará celebrando? En verdad creo que esa no será una celebración, si no que un exorcismo para lograr que el espíritu de Salvador Allende salga por un momento de su tumba para bendecir a Boric como su delfín y  continuador.  Pero eso será un fracaso porque, aunque el Presidente Allende haya sido una calamidad para Chile, su ropa le queda demasiado grande al actual mandatario que solo es un joven al que la vida todavía no le enseña que el valor más grande es el que se necesita para quitarse la propia vida, en cualquier circunstancia y en cualquier época.  

El otro propósito de la evocación oficial es comprometer con la oposición política  un compromiso que le diga “nunca más” a toda alteración del régimen democrático.  Seguramente los asesores de Boric lo ven como un seguro anti – golpe de estado.  Eso es otro infantilismo, porque el mejor sistema para prevenir un golpe de estado es el de nunca arrastrar al país a las condiciones extremas que se vivieron en septiembre de 1973.  Y también es un infantilismo porque en un evento como ese, los políticos no son ni siquiera actores principales.  No deberían haberse olvidado que el propio Allende suscribió un compromiso de garantía democrática que para nada impidió que luego violara todos sus términos.


Definitivamente el próximo 11 no hay nada que celebrar.  Como es hasta probable que se le considere un feriado nacional, yo me preparo a pasarlo melancólicamente sentado en mi casa tratando de animarme con la cercanía del glorioso 18 de septiembre que, como siempre, nos traerá  el renacer de la primavera y de las esperanzas para un Chile mejor.


Orlando Sáenz