Acaso hayan sido los grandes sofistas griegos del siglo V AC – Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos, Hipias de Elide o Georgias de Leontinos – los primeros que plantearon coherentemente la idea de que existía tensión entre el poder legislativo del estado y el que provenía de un derecho tácito que llamaron “natural”. O sea, postularon que existía un derecho inherente al ser humano que constituía un ámbito inalienable donde el poder legislativo del estado no podía ni debía irrumpir. Postular esa idea en una época en que no se reconocía más derecho que el de la fuerza y en que durante milenios solo habían existido estados absolutistas que dictaban hasta lo que se podía pensar o creer, fue una hazaña intelectual a la altura del templo de Atenea Partenos de Ictino o el de Zeus Olímpico de Fideas en el plano artístico. Y tendrían que pasar 25 siglos para que, en nuestros tiempos, se intentara expresar jurídicamente ese código inalienable que, con el nombre de “derechos humanos”, no es otro que el que llamaron “natural” esos gigantes del pensamiento.
Durante ese enorme lapso, se produjeron varios intentos por definir derechos que los estados accedían a concederle a los individuos. Pero esos esfuerzos siempre fueron reacciones a coyunturas políticas o sociales y nunca lo fueron por verdaderas consideraciones humanísticas. Fueron, además, intentos esporádicos, parciales, imperfectos y discriminatorios y siempre solo referidos al individuo en su función de ciudadanos. Esas instancias fueron, por ejemplo, el Código Romano, La Carta Magna, la “common law”, el Código de Napoleón, la constitución norteamericana, etc. Es motivo de orgullo que nuestra civilización cristiana – occidental, en nuestros días, se haya propuesto darle cuerpo concreto a un código de derechos humanos y a un incipiente sistema internacional para su control, y ello por razones puramente humanistas y conceptuales. Siempre me ha sorprendido que esta hazaña sea tan poco valorada, lo que tal vez ocurra por considerársele natural y obvia, pero en realidad no sería exagerado pensar que, cuando dentro de un milenio se escriba la historia de nuestros tiempos, su culto se base mucho más en este esfuerzo que en cualquiera de los logros tecnológicos, científicos o artísticos que hayamos conseguido.
¿Por qué es tan meritorio y difícil el intento de escribir un código de derechos humanos? La razón es bastante obvia: porque ni siquiera sabemos definir con exactitud y total alcance lo que es un ser humano. Somos una especie muy particular, dotada de varias naturalezas, todas ellas con diferentes alcances y apetencias. No solo tenemos una naturaleza física que define derechos como los de atención sanitaria, si no que tenemos una naturaleza racional que exige ámbitos de libertad de pensamiento y de fe, tenemos una naturaleza afectiva que exige ámbitos de respeto y privacidad y, por último, tenemos una naturaleza divina (aunque esa definición le moleste a muchos) que exige espacio expedito para acatar imperativos éticos y metafísicos. Es por eso que un código de derechos humanos siempre va a ser deficitario y controvertido y sobran los ejemplos para demostrarlos. ¿Es el derecho a educar a los hijos parte de ese código? ¿Es el derecho a conservar lo ganado algo que el estado debe respetar siempre? ¿Tiene potestad el estado para dictar normas sobre situaciones que atañen solamente a la conciencia, como es, por ejemplo, el aborto y la eutanasia? Interrogantes como estos los hay a montones y todos denotan la tremenda dificultad de definir y consensuar siquiera un listado de derechos humanos que sea justo, equitativo y universal.
Es por todo eso que, al lanzarse nuestra civilización a establecer el código de derechos humanos, el efecto sea el de haber abierto una caja de Pandora de la que, con toda seguridad, broten innumerables conflictos debidos a las numerosas zonas en que su respeto choca con pilares fundamentales de nuestra convivencia social. Deseo, en esta oportunidad, solamente referirme a dos de esas fronteras que, por indefinidas, están provocando conflictos que parecen insolubles. Uno de ellos es la necesidad que tiene la sociedad de imponer el orden público y de controlar la delincuencia y la sedición. Todos los sistemas jurídicos del mundo lo hacen autorizando al estado para suspender o anular ciertos derechos humanos del individuo, como es la privación de libertad y, eventualmente, el derecho a la vida que es el más elemental de todos. La otra frontera incierta y conflictiva es la del control de la inmigración masiva.
Si atendemos a la tierra de nadie del control de la delincuencia y la sedición, podemos fácilmente comprender los males que se derivan de resolver el problema situándose en sus extremos. Si el respeto a los derechos individuales se lleva al punto de considerarlos inalienables, como ya existen teóricos de izquierda que así lo proclaman, desaparece toda posibilidad de gobierno efectivo porque la mantención del orden público y del imperio de la ley es, consensuadamente, la máxima obligación del estado. Si, por el contrario, ese control justifica una total represión, se llega al punto de que el código de derechos humanos no sea otra cosa que una burla desvergonzada. Al observar el panorama mundial de interpretaciones al respecto, nos damos cuenta de inmediato de lo caóticamente conflictivo que resulta la precisión de esa frontera consensual.
Peor todavía es el problema de la inmigración masiva. Reconocerle al ser humano, en forma irrestricta, el derecho a desplazarse por el mundo como si éste no tuviera fronteras políticas, es simplemente desconocer la verdad histórica, muchas veces comprobada, de que una emigración masiva descompone a los estados hasta el punto de su colapso. Seria largo y tedioso siquiera aludir a los muchos episodios en que imperios completos se derrumbaron, no por derrotas en campos de batalla, si no que por masivas y pacificas hordas migratorias que cayeron sobre fronteras desprotegidas física o jurídicamente. Si alguno de mis lectores tiene dudas al respecto, no tiene más que estudiar un poco como ocurrió la caída del Imperio Romano o la descomposición del Imperio Hitita de Asia menor. No tiene nada de extraño, entonces, que haya tantos países en el mundo agobiados por el problema practico y conceptual de regular o suprimir la inmigración masiva. No obstante, es impensable suponer que el respeto a los derechos humanos obliga a los estados a quedar indefensos ante esas inmigraciones masivas y no selectivas que hoy apreciamos en cada vez más frentes.
Las tierras de nadie que advertimos en la aplicación del código de derechos humanos, incrementa el efecto de caja de Pandora a que hemos aludido, porque están siendo sistemáticamente aprovechadas por los enemigos de nuestra civilización y del tipo de democracia representativa y libertaria que le es connatural. Si bien solo es posible para quien no posea memoria histórica el tomar en serio los aspavientos actuales de, por ejemplo, de los partidos comunistas en alardes de sumos sacerdotes de esos derechos, a pesar de ser históricos y connotados violadores de ellos, no se puede desconocer que su propaganda en ese sentido tiene un efecto sobre la cada vez mayor masa de desmemoriados que aflige a nuestras sociedades.
Para que todo esto no parezca demasiado teórico, invito a mis lectores a repasar, bajo esas luces, lo ocurrido con la democracia chilena en el segundo periodo presidencial de don Sebastián Piñera. Su gobierno naufragó en forma tan completa e irreparable en las dos “tierras de nadie” que hemos detallado que sería un verdadero milagro que nuestro sistema democrático subsistiera a su gobierno, puesto que éste renunció tempranamente a su más sagrado deber que es el de imponer la vigencia de la legalidad vigente. Seguramente con el tiempo, habrá quienes resalten méritos de este gobierno en algunos puntos específicos, pero nada podrá borrar la virtual traición con que condenó a sectores completos de nuestra sociedad a la indefensión ante el matonaje y el atropello. Basta comprobar esto para apreciar los resultados que para Chile ha tenido la apertura de la caja de Pandora que se abrió en el loable pero incompleto y prematuro esfuerzo por conciliar los dos derechos de que hablaron ya los sofistas griegos del siglo V AC.
Chile es un buen ejemplo para comprobar eso. Es conveniente, eso sí, recordar para nuestro caso el alcance completo de la leyenda de Pandora. Su mito dice que, cuando abrió la caja, salieron de ella todos los males que afligen a la humanidad y en su fondo solo quedó la esperanza. Es de temer que la cajita de Pandora que abrió don Sebastián Piñera ni siquiera tenía eso en el fondo.
Orlando Sáenz