PARA NO REPETIR TRAGEDIAS

Hace algunos días leí con avidez el ensayo titulado “The Treacherous Path to a Better Russia” (“El Traicionero Camino hacia una Mejor Rusia”) que aparece en el último ejemplar de la extraordinaria revista bimensual que es “Foreign Affairs”.  Es una lectura muy pesimista que demuestra lo difícil que es esperar que la Rusia post – Putin sea democrática y relaje sus tensiones con Estados Unidos y Europa Occidental.  Predice que lo más abrumadoramente probable es que Putin gobierne a lo menos hasta 2036 (el término de su teórico periodo presidencial), cuando tendrá 84 años.  Para sustentar su pesimismo, ese ensayo repasa el destino de todos los autócratas que han gobernado países del mundo después del término de la Guerra Fría.  Demuestra así que buena parte de ellos murieron en el poder y que son escasos los ejemplos de transiciones posteriores hacia una democracia verdadera, al punto de que solo reconoce unas tres.

Todo esto obliga a repasar lo extraordinario que fue el caso de Chile transitando, en el año 1991, desde la dictadura de Augusto Pinochet a la democracia todavía endeble de Patricio Aylwin.  Pareciera que los chilenos somos insensibles a lo extraordinaria que fue esa hazaña, puesto que gran parte de nosotros se ha dedicado a rebajarla de trascendencia.  Un examen desapasionado y ecuánime de esa transición obliga a plantearse la pregunta ¿por qué fue posible?  Me he dedicado a analizar las varias causas de la hazaña y me atrevo a plantear la lista de las que reconozco.

En primer lugar, la transición fue posible porque su ruta la reguló la propia dictadura, seguramente con la intención de que le otorgaría a ella un triunfo que le permitiría legitimarse a través de una manifestación de la voluntad popular.  El resultado fue completamente otro, ya que la que aprovechó ese camino fue la Concertación de Partidos por la Democracia y su amplio arcoíris de organizaciones sociales.

En segundo lugar, la transición fue posible porque se pudo armonizar ese arcoíris hasta que presentara un cuerpo compacto que impulso la campaña por el NO y, a continuación, el triunfo electoral de Patricio Aylwin.  El factor principal de ese logro fue, a mi juicio, la voluntad del Partido Socialista de unirse al arcoíris, dejando atrás sus extremismos del periodo de la Unidad Popular.  Por eso es que siempre he creído que el PS fue el único ex – componente de la UP que, en la adversidad, hizo la autocrítica y reconoció la responsabilidad que le cupo a esa coalición en la justificación del movimiento militar de 1973.  Esa catarsis no  han sido capaces de  hacerla ni el Partido Comunista ni todos los grupúsculos políticos que en aquel entonces representaron lo que hoy es el Frente Amplio.  Este conglomerado se ha pasado cincuenta años legitimando la vía violenta que en aquel entonces precipitó la ruina de Allende y su régimen.

En tercer lugar, la transición funcionó razonablemente bien por el acierto a la hora de designar al candidato presidencial para la campaña de 1990.  Patricio Aylwin Azocar era entonces no solo la personalidad más adecuada para ese crucial papel si no que probablemente era la única que reunía las cualidades de ecuanimidad, mesura, tacto y sincero convencimiento que requería una tarea en verdad titánica, como era la de conducir al país a una democracia real desde la democracia atada de manos que heredó del régimen Pinochetista.  Solo la historia le podrá hacer justicia a Patricio Aylwin por su desempeño como Presidente de la Republica en esa coyuntura crucial, sobre todo teniendo en cuenta como la ha ensuciado la absurda autoflagelación que más tarde emborrachó a la Concertación.

En cuarto lugar, creo que ayudó a la normalidad de la transición en conjunto de ataduras que dejó el régimen de Pinochet para ejercer un gobierno realmente democrático.  Lo que dejó fue un verdadero estado dentro del estado, que le impedía al nuevo mandatario ejercer facultades tan necesarias como el control de las comandancias en jefe de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas.  Y ello para no mencionar medidas como el binominal, los Senadores designados, la Corte Suprema con miembros nombrados por la dictadura, etc.  Esas restricciones, tan dañinas para tantos fines, mal que mal le evitaron a Aylwin la presión de sus propios partidarios más radicales que otros.  En ese tiempo, todavía imperaba en la Concertación una mayoría que reconocía que el Presidente había hecho todo lo que realistamente era posible y que estaba formada por aquellos que, como yo, no nos olvidamos  que la gran política es el arte de lo posible y no el sueño de lo utópico. 

Todavía hay una quinta razón del éxito de la Concertación que me atrevo a exponer aún a sabiendas de que no conozco a nadie que la comparta.  De mi conversación de toda una noche con Fidel Castro a mediados de los años 80’s, me quedó la impresión de que su enorme visita a Chile a fines de 1971 lo dejó convencido de que la revolución con gusto a empanadas y vino tinto de la Unidad Popular sería un fracaso.  Por otro lado, cuando me enfatizó que en Chile toda aventura violentista no tenía destino porque las Fuerzas Armadas chilenas eran las únicas del continente que, como las cubanas, dominaban hasta el último metro cuadrado de territorio, me ratificó esa idea.  Por eso, creo que él concluía  que la presión política de la Concertación era lo único que podría funcionar.  Si mi hipótesis es verdadera, la falta de apoyo de Cuba en los últimos meses de Allende se prolongó durante la dictadura de Pinochet  restándole significativamente efectividad a la inútil acción del PC y de otros grupos extremistas por dañar seriamente al régimen.  Si esa acción hubiera sido suficientemente inquietante, el régimen dictatorial no habría facilitado la transición pacífica como en verdad lo hizo.  He recogido algunas otras pistas que conducen  a la misma conclusión de perdida de Castro en su interés de esperar entonces una evolución de Chile hacia la Extrema Izquierda.

Espero, a lo menos, que esta reflexión despierte algún interés por repasar y revaluar la hazaña de la transición a la democracia de 1971.  Al fin y al cabo, el castigo de olvidar la verdad histórica siempre ha sido la de repetir errores.

Orlando Sáenz