Hace algunos días me impuse el trabajo de escuchar un discurso de Gabriel Boric pronunciado en México y evidentemente escrito para aprovechar la
tribuna internacional que significa una locución de estado con el Presidente de ese país a un par de metros de distancia. Y fue entonces cuando el balbuceante Andrés Manuel López Obrador (AMLO)
tuvo que resignarse a figurar en un listado de líderes de “izquierda progresista” que el chileno enumeró metiendo a México en la dudosa compañía homogeneizada que incluía a la Venezuela
de Maduro, la Nicaragua de Ortega, la Cuba de Miguel Díaz-Canel, la Colombia de Gustavo Petro, el Perú de Pedro Castillo, etc.
Si yo lograra ponerme en la mente de un auditor europeo occidental, habría pensado que cómo era posible que el desinhibido joven chileno podía
utilizar el adjetivo de “progresistas” aplicado a ese conjunto de calamidades.
Para una persona de algo más que elemental cultura, la palabra “progresista” es apropiada para quien promueve el progreso y, mirando desde una
perspectiva extranjera y políticamente imparcial, entendiendo por tal a un avance positivo hacia una meta deseable para la nación correspondiente. Ese observador no encontraría cómo
conciliar el concepto de progreso con lo que ocurre en países que diariamente dan muestras de dirigirse apresuradamente hacia un caos económico, político y social.
Ese imaginario europeo se estaría diciendo que los únicos americanos que él ve progresando son aquellos que están ahora viviendo en Estados Unidos o
Europa Occidental, que lo único que iguala a los mandatarios que componen la lista es el descontrol del orden público en que sobresale el chileno al que le basta mirar por la ventana de su
despacho para comprobar que su palacio de gobierno ya está rodeado del desorden que amenaza cubrir todo el país, que su poder no alcanza a siquiera ordenar.
Es cierto que entre México y Chile existe ya un vínculo común muy poderoso, como es el del gobierno central que no controla más que algunas partes
del país porque en el resto comparte soberanía con bandas criminales o con restos de pueblos autóctonos no mestizados pertenecientes a culturas fallecidas hace cinco siglos.
Cuando se contrasta el significado de la palabra “progresista” con lo que hace el gobierno de Boric en Chile, sus discursos no pueden ser más que
considerados una tomadura de pelo o el síntoma de un nuevo mal que tendría el grave síntoma de imposibilitar la conexión con la realidad. ¿Es que Boric no se da cuenta que el Presidente de
Chile ya no puede visitar áreas de su propio país sin un aparato de seguridad que le dé la protección de la que su pueblo ya no dispone? ¿Es que no es capaz de ver el deterioro económico
que diariamente aflige más a la población que teóricamente lo eligió para solucionar problemas y no para crearlos? ¿Es que Boric se quedó sordo el día 4 de septiembre para entender el
mensaje más claro que el pueblo chileno ha expresado en muchos decenios?
Si ese imaginario europeo pudiera dialogar con Boric, tal vez le diría: “Usted me cae bien por su desfachatez y su labia, pero no puede, como
Presidente de Chile, tomarle el pelo a todo el mundo calificándose de progresista, cuando lo único que ha hecho es fomentar el caos nacional con su incapacidad de imponer siquiera un mínimo de
orden económico, político y social. No puede hacer, viajando por el exterior, el papel de Dulcamara, el mercader de ilusiones que vende agua embotellada como elixir maravilloso que cura
todos los males. Eso está bien para una ópera de Donizetti, pero para un mandatario solo sirve para hacer el ridículo a nivel internacional.
Nadie en el mundo podría considerar progresistas al listado de gobiernos que elabora y del que pretende asumir el liderazgo como hizo algún día para
convertir a estudiantes en vagos violentistas.
Sería aconsejable que, si él no es capaz por sí mismo de darse cuenta de lo señalado, alguien de su entorno corrija su desinformación explicándole
que los regímenes inspirados por el comunismo han cumplido más de un siglo de mandatos retrógrados que han arruinado a cuanta nación ha caído en su poder, sin que se pueda contar con una sola
excepción al grosero listado de sus fracasos.
¿En verdad quiere que su patria emprenda el camino que en Venezuela ha enviado al extranjero a un cuarto de la población a buscar algo de libertad y
de perspectivas de futuro? ¿En verdad cree que con regalos de tierras va a lograr que las bandas de narcotraficantes, los delincuentes y los anarquistas, los trasnochados aspirantes a
toquis, le devuelvan la soberanía que nunca logró retener en sus manos? ¿En verdad cree que él autoproclamarse “progresista” lo exime de la tarea de justificar tal adjetivo con algún avance
significativo en la calidad de vida del pueblo chileno?
La verdad es que ver a Gabriel Boric en el papel de Presidente de Chile causa más desazón que conformidad, porque no se puede olvidar que ese cargo
lo adornaron figuras señeras como Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Jorge Alessandri, Manuel Bulnes y/o Bernardo O’Higgins. En verdad da pena verlo visitar a Biden y a Xi Jinping con el atuendo
de un muchachón endomingado, sin reparar en que es solo el respeto a Chile el que le permite llegar hasta ellos.
En realidad, Gabriel Boric tiene buena oratoria y probablemente ganaría muchos puntos si la empleara diciendo cosas sensatas y creíbles, porque,
cuando se titula “progresista” junto a tiranos despreciables, lo único que logra es convertirse en un espectador indulgente.
Orlando Sáenz Rojas