En épocas pretéritas se le daba al concepto de “pueblo” el significado de un conjunto humano que compartía un ancestro común, frecuentemente de carácter mítico, y al concepto de “país”, el del territorio geográfico que ese pueblo ocupaba. Esa concepción étnica de pueblo, íntimamente relacionada al concepto de “raza”, provocó siempre un marcado carácter xenófobo a los estados que esos pueblos conformaban. El origen común justificaba la distinción entre “nosotros” y todos los demás, de modo que con frecuencia eso derivó en el odio a todo lo extranjero porque se tenía la mente fija en un territorio de uso exclusivo. Bajo esas premisas, tuvieron lugar a lo largo de la historia horrendos episodios de expulsión o exterminio de todo extraño que llegaba al territorio exclusivo del pueblo en cuestión. Basta recordar que el Japón, por ejemplo, por siglos penó con la muerte a todo extranjero que osara pisar su sagrado suelo.
Esto es tan así, que se podría afirmar que todo estado que se define en términos étnicos o excluyentes termina siempre siendo intensamente xenófobo y frecuentemente genocida. Y, para demostrarlo, bastan los ejemplos incluso contemporáneos, como son los de la Alemania nazi o el de la Israel actual que, con la tacita complicidad de un gran lote de estados que se las dan de humanitarios, elimina sistemáticamente a los palestinos a los que ya les arrebató su milenaria patria.
Hoy el concepto de pueblo definido como raza está completamente desprestigiado, no solo por las tragedias que ocasionó, sino porque la investigación antropológica e histórica ha demostrado que no existen las razas puras y que todas las que conocemos son el producto de un mestizaje que puede ser de carácter hasta milenario. Hoy día, por pueblo o nación se entiende un conjunto humano que comparte una cultura, entendiendo por tal a un conjunto de creencias, costumbres, tradiciones e historia, todo lo cual define una idiosincrasia. Cuando diversas culturas comparten raíces idiomáticas, religión y conceptos fundamentales, forman una civilización que las puede hacer parecidas, pero no idénticas.
La ciencia moderna no solo ha definido lo que es un pueblo, sino que también ha explicado cómo nace una cultura nacional. Es una lenta evolución que, partiendo de elementos diferentes, termina mestizándolos en una sola cultura. Para invocar un ejemplo, la cultura inglesa es una casi milenaria evolución de un estado que inicialmente abarcó diferentes naciones, pero que ha terminado por producir una sola cultura. Ciertamente que el ideal de integración se alcanza cuando pueblo y país, estado y nación terminan siendo conceptos equivalentes, lo que es imposible de alcanzar en su integridad de modo que esa meta debe considerarse como un límite matemático.
Hasta aquí, lo anterior es ciencia e historia, pero debemos tenerlo en cuanta para enfrentar acertadamente una pregunta: ¿qué es Chile? La respuesta fluye fácilmente y es que Chile es un país y un estado, pero solo es una cultura en formación, puesto que existen importantes grupos de habitantes que todavía no la comparten porque no han completado su mestizaje. Esa población todavía alienígena se divide en dos grandes grupos, que son los del conjunto de los llamados “pueblos originarios” y la que, habiendo completado su mestizaje étnico, todavía no comparte la cultura común. En esta reflexión, me propongo analizar el problema que representa ese primer grupo, dejando para otra ocasión el análisis mucho mas complejo del segundo grupo.
Se da el nombre de “pueblos originarios” a los restos aun no mestizados de los pueblos indígenas que habitaban en el actual territorio de Chile cuando los europeos llegaron a América. Estos restos son fósiles, como todos los de los pueblos aborígenes del continente cuya evolución cultural fue abruptamente interrumpida por la conquista europea. Abundan en todos los países americanos, desde Alaska a Tierra del Fuego, desde el Pacífico al Atlántico. Mas aun, estos restos fósiles abundan en todos los otros continentes y conforman lo que el “Estudio de la Historia” agrupa en la categoría de “culturas decapitadas”, nombre un tanto dramático que alude a todas aquellas que vieron interrumpida su evolución cultural por la brutal irrupción de un factor externo. Por esa abundancia de estas “culturas decapitadas”, existen tantas naciones sin estado y tantos estados sin naciones. Estos últimos son aquellos que gobiernan a un conjunto de naciones de culturas decapitadas y todavía recién comienzan el proceso de mestizaje que con el tiempo producirá una nueva cultura nacional, como podría ser el caso de Sudáfrica por ejemplo.
La historia, además, nos enseña cual es el mejor destino que se les puede dar a estos restos fósiles de culturas decapitadas. Este no es otro que la toma de medidas para completar su mestizaje de modo que dejen de ser comunidades aisladas y discriminadas que muchas veces se cree ayudar creándoles “reservaciones” territoriales que no hacen otra cosa que perpetuar su estado petrificado y las convierte en núcleos xenófobos de técnicas medievales de producción.
Verdaderamente no creo que Chile pueda desear ese destino para sus pueblos originarios. Sus componentes son coterráneos y conciudadanos con los que ya pertenecemos a una cultura chilena de cinco siglos de evolución, y ello porque habitamos el mismo territorio y porque nos rige un mismo estado. Pero no son connacionales, puesto que pertenecen a culturas distintas. Por lo que compartimos, estamos obligados a hacer todos los sacrificios necesarios para que, en el lapso mas breve posible, completen su mestizaje cultural y se conviertan en chilenos de origen aborigen, así como nosotros somos chilenos de varios otros orígenes. Nuestra enorme ventaja es que nuestros pueblos originarios ya tienen mestizada la mayor parte de sus componentes, lo que sin duda facilita la tarea. Debe tenerse en cuenta que el mestizaje es más difícil cuando la cultura decapitada está ya en avanzado desarrollo, lo que no ocurre en nuestro caso puesto que ninguno de nuestros pueblos originarios había alcanzado siquiera la etapa de formación de estados al momento de su abrupto estancamiento.
El final de ese proceso de mestizaje cultural ocurrirá si es que no persistimos en soluciones que no son tales, como sería la de, por ejemplo, crearles “guetos” territoriales que lo único que harán es perpetuarlos como curiosidad turística, aunque ese daño solo derive de buenas intenciones. El camino que si conduce a una solución es el de un gran esfuerzo educacional y de oportunidades de trabajo, que es el mismo camino que ya han recorrido la mayoría de sus componentes antiguos que ya están plenamente incorporados a la nacionalidad chilena.
En nuestro caso particular, el mayor resto fósil es el de los mapuches y, lamentablemente, los errores cometidos por décadas con ellos han dado lugar a que su problema haya sido capitalizado por activistas subversivos que lo usan simplemente como pretexto para desestabilizar al estado chileno. Lamentablemente, la verdadera solución del problema mapuche exigirá la previa eliminación de esos aprovechadores de una causa que básicamente les es ajena, y esa eliminación no será ni fácil ni rápida, aunque se demostrará inevitable.
Al autor de esta reflexión sobre los pueblos originarios lo asiste la amargura de tener que plantear un diagnostico que parece cruel. Y lo es no porque lo desee ni le guste, sino porque lo cree verdadero. La historia es cruel, como lo es la naturaleza, y siempre actúa por eliminación de los que quedan en el camino. Y también es inexorable porque en su eterno rodar obliga a la perpetua muerte y nacimiento de naciones y de culturas. Pero lo más amargo de este análisis es comprobar que la actual situación del problema mapuche no es otra cosa que el resultado de décadas de prácticas equivocadas con respecto a ellos. La ceguera e ignorancia de nuestros dirigentes en lo que a esto respecta no solo ha provocado la gravedad del problema actual, sino que llega a lo grotesco cuando hoy tenemos una asamblea constituyente presidida por una extranjera, en los términos culturales ya señalados, para el resto de los ya chilenos que forman la enorme mayoría del país.
Es un hecho que, lamentablemente, nunca se puede resolver un problema con un mal diagnóstico y, a la larga, siempre es mejor pasar por aceptar el diagnostico amargo porque es el que oculta la solución verdadera. Por tal razón tendrá que llegar el día en que Chile reasuma su tarea integradora cuya meta es llegar a tener un solo pueblo y país, un solo estado y nación.
Orlando Sáenz