Cuando se trata de comparar los grados de responsabilidad de los gobiernos de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera en la severa crisis institucional que afecta a Chile, especialmente en los últimos periodos de ambos, se tropieza inmediatamente con una gran dificultad que, si bien no afecta la proporción de daños resultantes, sí que marca una diferencia moral por el grado de intencionalidad. Los perjuicios institucionales que causó Bachelet lo fueron volitivamente: ella quiso terminar con el programa de gobierno que se había trazado la llamada Transición, ella quiso darle cabida en su gobierno al Partido Comunista a conciencia de su efecto disolvente, ella quiso iniciar la campaña de desprestigio de los logros de la transición, ella quiso ser parte activa en el peculado de Caval, ella quiso destruir la candidatura de Ricardo Lagos, ella quiso distanciar al PS del PDC, ella quiso cerrarle el paso a cualquier candidatura potente de la ex Concertación. En cambio, los daños causados por el gobierno Piñera, mayores en magnitud y en efectos directos, lo fueron a pesar suyo y como fruto de sus cobardías, temores y conflictos de intereses.
Será digno de profundos estudios el caso de Sebastián Piñera, porque no es fácil explicar el fracaso tan rotundo de un mandatario tan bien dotado. Cuando ascendió por segunda vez al poder, Sebastián Piñera gozaba de un gran prestigio como hombre inteligente, muy avezado en buena administración, dotado de todas las virtudes de iniciativa y de liderazgo que hacen a un gran empresario y, como si esto fuera poco, encumbrado en una ola de optimismo que por todas partes chorreaba el slogan de “tiempos mejores”. Desde ese inicio a la triste despedida en la trasmisión de mando más deslavada y burdamente populachera de nuestra historia, hay un abismo que es muy difícil de explicar.
No cabe duda que el fracaso de Piñera tuvo su principal origen en defectos suyos que estaban desapercibidos. Las virtudes de un buen empresario no solo no son las de un buen estadista o siquiera político y el exceso de protagonismo no suple de ninguna manera las fallas de las decisiones internas. La práctica demostró que el Presidente Piñera era un muy mal político y que, en ese terreno, no era capaz de delegar como es necesario en la vida pública. No tuvo ministros porque el único era él, no tuvo apoyos políticos comprometidos, porque no supo ordenarlos sustituyendo el voluntarismo, por el sereno análisis de la realidad. Convertido en un náufrago político, su destino fue el de juguete de una oposición implacable y completamente irresponsable y nunca tuvo la claridad para ver que si ya no podía gobernar eficazmente, su deber era hacerse a un lado para evitarle al país un proceso de descomposición sin parangón en nuestra historia.
El ex - Presidente Piñera es de esos no frecuentes personajes que, por ser excesivamente auto admirativos, desechan la realidad cuando contradice sus teorías. Por eso, nunca alteró su convicción de que su mejor modo de gobernar era a través de acuerdos trasversales que la realidad le demostraba imposibles por la naturaleza y calidad de la oposición que lo enfrentaba. Por eso, en los primeros y únicos meses normales de su segundo gobierno, se concentró en la construcción de una figura internacional señera y descuidó su fundamental promesa de medidas reactivadoras del avance de Chile hacia un mayor desarrollo, desdeñando, además, las advertencias que de varias partes le hacían sobre la asonada populachera que le estaban preparando el Frente Amplio, el PC y hasta algunos sectores extremistas de la ex – Concertación en tácita complicidad con el ya enorme sector de delincuentes anarquistas que están todavía arruinando la vida normal de un país presuntamente civilizado. Por eso, cuando a fines de octubre de 2017, esa asonada le reventó en la cara, perdió toda su capacidad de gobernar y solo atinó, durante todo el resto de su mandato, a tirar a la calle medidas que no puede haber ignorado causarían en Chile un profundo y largo periodo de descomposición y decadencia. Como un acosado que trata de calmar a un animal salvaje arrojándole pedazos de carne, culminó su triste gestión lanzando a la calle un proceso constitucional que necesitará el amparo divino para no terminar generando una guerra civil dado lo improvisado y mal preparado que está.
Lo ocurrido con el Presidente Piñera ratifica un concepto que adquirí yo mismo con una dura experiencia y que me ha llevado a afirmar varias veces, y por distintos medios, mi convicción de que un empresario no debe participar en política en Chile. Es muy cierto que entre los buenos empresarios se encuentran los hombres más capaces, más clarividentes y más voluntariosos que existen en el país, pero también es cierto que las virtudes que hacen a un gran empresario chocan ostensiblemente con los usos y costumbres no solo del mundo político sino que de toda la administración pública del país. El empresario debe su éxito a que actúa antes de discutir, a que evita las explicaciones de sus actos ejecutivos, a que califica colaboradores sin reglamentos ni inamovilidades. Por eso todo lo que hace como funcionario público es resistido y mirado con desconfianza y siempre con la sospecha de que puede estar favoreciendo intereses que le son propios. Por bueno que sea su desempeño, siempre lo rodea una atmosfera de suspicacia que esteriliza gran parte de su trabajo. Yo sufrí ese proceso en los seis meses en que, como presidente activo de la Sociedad de Fomento Fabril, serví al gobierno militar con una eficacia y dedicación que me dejó exhausto. Manejé con poder absoluto una contingencia crítica sin precedentes, y que algún día pretendo relatar detalladamente, pero nunca me pude desprender de la nube de supuestos intereses sectoriales que habría pretendido priorizar.
De esa experiencia extraje mi convicción de que un país como Chile, y para que decir los vecinos de Latinoamérica, no está preparado para un mandatario empresario y no es de extrañarse que, cada vez que un magnate empresarial se ha hecho cargo de un gobierno como éste, ha resultado de ello un sonado fracaso. Fue el caso de Fernando Collor de Mello en Brasil y, en realidad, son escasos los grandes magnates que han gobernado un país democrático occidental, incluso en el propio Estados Unidos.
Como ya adelanté, de todos los daños sufridos por Chile a causa de la perdida de gobernabilidad que afectó a Sebastián Piñera a partir del mal llamado “estallido social”, el peor ha sido el lanzamiento a la calle de un proceso constituyente que va a producir estragos en la convivencia nacional porque ha quedado en manos de una mayoría que ni siquiera sabe lo que es una Constitución y no reconoce el límite de lo que puede y debe contener. Hoy estamos enfrentados a una situación en que no parece posible evitar un referéndum que será incapaz de imponer una mayoría siquiera estimable como voluntad compartida de la nación. Como todo proyecto constitucional revanchista, su destino es de repulsa multitudinaria y de efímera existencia. Eso ya no se puede evitar y provocará el fracaso de otro gobierno demasiado comprometido con ella como para desecharla.
Tal es el volumen de culpas con que entrará el ex –Presidente Piñera en la historia. Ni siquiera el generoso bagaje con que carga Michelle Bachelet es capaz de equipararlo, pese a su volitiva perversidad.
Orlando Sáenz