¿ Sanción o sepelio ?

Si repasamos, a la velocidad del rayo, los cinco o seis mil años de historia conocida, vemos una interminable serie de colapsos políticos que han marcado el fin de regímenes de gobierno de todo tipo.  Las circunstancias pueden ser muy distintas, pero, en el fondo, la causa siempre es la misma: la incapacidad de responder a las necesidades impostergables de la sociedad que gobiernan.  El Imperio Romano colapsó cuando fue incapaz de asegurar la paz y la seguridad de sus súbditos, la URSS lo hizo cuando no fue capaz de responder a las necesidades libertarias y económicas de los suyos y podríamos seguir hasta el infinito analizando así el fin de todos los imperios, reinos, repúblicas, tiranías, teocracias, etc., que se exhiben en el amplio escenario de la historia.

 

La constatación de lo inexorable que es la ley de que “lo que no funciona, se desecha” es lo que alimenta nuestra sombría apreciación del futuro de nuestra democracia chilena, la misma que tanto costó reponer y que juramos defender y preservar a cualquier precio.  Duele muchísimo comprobar que se está muriendo ante los ojos de muchos que todavía viven y la vieron nacer, porque la aceleración de la historia los obliga a contemplar su agonía cuando fueron padrinos de su cuna.

 

¿Por qué agoniza la democracia chilena?  Porque, tal como está, es incapaz de resolver los principales problemas que aquejan a la ciudadanía de nuestro país.  ¿Cuáles son esos problemas?  Pues, la guerrilla subversiva en la Araucanía, la delincuencia y el narcotráfico, la salud y la educación, el financiamiento del estado mediante un sistema tributario funcional, estable e incentivante.

 

Cada uno de estos problemas merece un análisis cuidadoso, que ciertamente nos proponemos, además de un claro diagnóstico de las razones por qué es insoluble en las condiciones actuales.  Pero ahora nos proponemos solo meditar sobre la principal causa de la decadencia de nuestro sistema democrático, cual es el disfuncionalismo institucional.  Ello porque lo más grave que nos ocurre es que los poderes del estado, cuyo trabajo independiente pero conjunto es esencial, ya no colaboran entre sí, si no que se agreden y se invaden incesantemente, por lo que terminan impidiendo o al menos  esterilizando un gobierno coherente y efectivo.

 

Hoy día, en pleno siglo XXI, los cambios políticos, económicos, sociales y tecnológicos tienen tal velocidad que un país como el nuestro no puede soportar periodos presidenciales completos esterilizados por carecer de un parlamento que respete la validez de su mandato al punto de negarse a legislar en materias fundamentales incluidas en su programa de gobierno.  Este problema de la gobernabilidad anexa al mandato ejecutivo ya se abordó parcialmente al establecerse el balotaje en la elección presidencial, con el que se eliminó el riesgo de los presidentes elegidos por una minoría.  Pero no se hizo lo mismo con el Parlamento y hoy sufrimos las consecuencias de un Congreso Nacional tan fragmentado y confundido que solo encuentra cohesión mayoritaria en la oposición indiscriminada y en los cálculos electorales.

 

Una democracia representativa simplemente no funciona cuando la mayoría parlamentaria ni siquiera entiende el rol que se le pide a la institución.  Al Congreso se va a legislar con estudio y seriedad y no es lugar para la politiquería de pasillo, para lucir ponchos o para actuar como si se estuviera en un circo.  Para legislar se les paga muy bien a sus miembros, de modo que cuando alguno rechaza la idea de hacerlo en una materia trascendental, lo único que hace es demostrar por qué nunca debió haber sido electo.

 

Pero si el Parlamento aberrante es el mayor asesino de la democracia, paradojalmente es la dolencia más fácil de curar.  Bastaría que en el balotaje presidencial, además de otorgarle un mandato mayoritario a uno de los dos candidatos, la ciudadanía le otorgue el derecho a sumar al parlamento una lista cerrada y conocida de congresales por él propuesta con su propia candidatura.  Ese sistema tendría el mérito de disminuir considerablemente el riesgo de tener, como ocurre actualmente, un presidente que no puede hacer lo que fue electo para hacer.

 

Hace pocos días, al abandonar la presidencia del senado, el Sr. Carlos Montes otorgó una entrevista que demuestra que ni siquiera él entiende cómo funciona una democracia representativa: junto con reconocer que la oposición no tenía proyecto nacional, declaró que tenía que ser capaz de acordar un pacto electoral para no perder poder.  Pero ocurre que en una democracia el poder se busca para conducir un proyecto nacional de modo que, si este no existe, ¿para qué se busca el poder?  Es que ¿es para impedir el proyecto de otro? ¿es para gozar de las granjerías personales que son anexas al poder?  Cualquiera que sea la respuesta, lo que evidencia es que el senador Montes – que no es ninguno de los del montón – no entiende que es justamente la búsqueda del poder por el poder, la consideración del poder como fin y no como medio, lo que está matando a la democracia que él mismo luchó por recuperar hace menos de 30 años.

 

La extensión del balotaje a una parte menor pero significativa del Congreso Nacional podría perfectamente marcar el principio de una sanación que indicaría la real voluntad de salvar a nuestro sistema democrático.  De la persistencia en ese camino de sanación depende que en pocos años no tengamos que asistir a un sepelio.  Es lo que deseamos, pero lamentablemente es el sepelio a lo que tememos.

 

Orlando Sáenz